domingo, 23 de diciembre de 2012

Últimos atardeceres en la tierra

Por la mañana, mientras trato de partir un coco con el cuchillo de untar la mantequilla, la extraña y en cierto modo maravillosa sensación de que no es la primera vez que trato de partir un coco con el cuchillo de untar la mantequilla. Al mismo tiempo, la certeza absoluta, incontrovertible, de que es la primera vez en mi vida que trato de partir un coco, ya sea a cuchilladas o mediante cualquier otro procedimiento igualmente ineficaz. Para colmo no sabría decir de dónde ha salido este coco ni qué diablos hace en mi casa. Misterios, enigmas indescifrables. La encimera de la cocina se pone perdida de leche de coco. La bayeta amarilla, temor a ser descubierto y reprendido por mi mujer, etc.

Recuerdo haber leído de chico en un tebeo: "Yo pongo un coco sobre el piano y mi mujer lo quita. ¿Quién está más loco de los dos? Fíjese bien: yo lo coloco y mi mujer lo quita." Un pésimo chiste, desde luego. Me paso el resto de la mañana repitiéndome mentalmente: Yo loco-loco, mi mujer loquita,  yo loco-loco, mi mujer loquita... Me pregunto de qué me sirve recordar infinidad de tonterías como esta. Oficina. Papeles. Fastidiosas llamadas telefónicas. Me encierro en el despacho y cuento una y otra vez el dinero que guardo en una vieja caja de puros El Rey del Mundo para cerciorarme de que no falta nada. Esto me tranquiliza. Vagas conjeturas acerca del porvenir y de la vejez.

De nuevo en casa. Hora del almuerzo. De postre hay pedazos de coco. Entre bromas de mal gusto y comentarios sarcásticos proferidos por mi mujer y mi hijo, me como unos quince pedazos. La verdad, no sabía que me gustara tanto el coco.

Tumbado en el sofá, pienso: ¿A qué edad puede uno considerarse viejo? ¿A los sesenta? Demasiado pronto, tal vez. ¿A los setenta? ¿A los setentaicinco? Eso quizá sea demasiado tarde. ¿Cuánto cobraré de pensión? ¿Ochocientos? ¿Setecientos? ¿Sólo seiscientos? Mejor no pensarlo. Mejor no pensar en nada. Las potencias protectoras me envían un sueño benéfico, sin imágenes. Un sueño blanco.

Tarde. Solo en la oficina. Hace un frío polar. He dejado abierta la puerta que da al patio trasero para que corra el aire y el despacho no se impregne de olor a tabaco. Abrigo, bufanda y el cenicero repleto de colillas. Pesadez de estómago. Después de aporrear el teclado durante un par de horas, me sale un texto farragoso, repulsivo y pedante a más no poder. Una verdadera plasta jurídica. Decididamente, hoy no estoy en vena. La dolorosa sospecha de que quizá no lo he estado nunca. Comenzar de nuevo, qué remedio. Pero hoy no. Mañana.

En la caja de puros hay exactamente dos mil trescientos ochenta euros. (Sí, he vuelto a contarlos.)

Carta de mi amigo E, que vive desde hace más de un año en un relamido pueblecito de los Alpes austriacos. La carta es un largo y alambicado insulto. La leo dos, tres veces, sin salir de mi asombro. ¡Pobre amigo mío! Llego a la conclusión de que es una víctima más de, como dijo Thomas Bernhard, "ese clima prealpino, que oprime a todas esas personas dignas de compasión... y con brutalidad increíble produce una y otra vez esos habitantes irritantes y debilitantes y enfermantes y humillantes e insultantes y dotados de una gran vileza y abyección". ¡Que no me diga que no se lo advertí! Por otra parte, no está en absoluto demostrado que un sevillano pueda vivir a doce grados bajo cero, entre montañas nevadas, lagos helados y ancianos dipsómanos disfrazados de tiroleses.

Contestaré la carta. Pero no en caliente. Mañana.

En casa. La cena. Todavía queda algo de coco. Antes de irme a la cama, busco en mis libros el texto de Bernhard que he transcrito más arriba. Desde luego, Bernhard puede llegar a ser deprimente. Me abstengo de seguir leyéndolo. En vez de eso, enciendo la tele y me pongo a ver una película de Charles Bronson. No conozco a nadie que se haya deprimido viendo una película de Charles Bronson. Y si ese alguien existe, no es mi problema.