domingo, 30 de enero de 2011

Palacio de San Telmo / Bodega Díaz Salazar / Pepe el Muerto

Visita al palacio presidencial. En el interior, una desagradable sensación de vacío: salones desamueblados, paredes desnudas, zaguanes y patios sin ornamento. Me pregunto qué podrán profanar y destruir aquí, en este viejo palacio modernizado, los revolucionarios del futuro. Para alimentar su apetito iconoclasta al pueblo sólo le han dejado la espléndida capilla barroca, así que la plebe del mañana tendrá que contentarse  con lo de siempre: quemar vírgenes y cristos y fornicar sobre los altares. Ni un busto de Griñán, ni una mala foto de Chaves en la que cebarse.

Luego en la bodega Díaz Salazar, establecimiento que también hubo de sufrir hace algunos años un proceso de modernización. Paredes y techos fueron remozados, de modo que perdieron para siempre esa hermosa pátina amarillenta que sólo se consigue gracias al humo expelido por varias generaciones de fumadores; las viejas mesas con sus inscripciones grabadas a punta de cuchillo fueron reemplazadas por otras ofensivamente nuevas, refractarias además a cualquier intento de dejar en su superficie un nombre y una fecha; la antigua solería fue sustituida por horrendas losas de mármol o granito negro, y para no afear esta nueva fealdad, se abandonó la costumbre de cubrir el suelo con serrín. En resumen, los propietarios, aun conservando todo lo que había que conservar, lo que de ninguna manera podía desaparecer sin provocar un escándalo entre los parroquianos y los puntillosos autores de guías turísticas, borraron del establecimiento cualquier rastro de saba, palabra con la que los japoneses designan "la roña inimitable, el encanto de lo viejo, el sello, la pátina del tiempo" (Tarkovsky citando al periodista soviético Ovtchinnikov en Esculpir en el tiempo, y disculpen la pedantería). Nada de saba en la nueva Díaz Salazar. Desapareció el entresuelo con su encantadora oficina expuesta a la vista de la clientela; alguien habrá que se acuerde todavía del escritorio de otros tiempos, siempre cubierto por papeles viejos, y del flexo de aluminio.

Bar de Pepe el Muerto
Pero si lo que uno quiere es hartarse de saba, no tiene más que ir al bar de Pepe el Muerto. Ahí hay saba para dar y regalar, así sea por los siglos de los siglos. Que no se le ocurra a Pepe darle una mano de pintura a las paredes, ni siquiera pasarle un trapo a las botellas y a los trofeos de vaya usted a saber qué olvidados certámenes que hay en las estanterías, tan cubiertos de polvo y mugre que apenas se les distingue. Somos muchos los que apreciamos la belleza de la roña inimitable, y la verdad, no nos mereceríamos tanta modernización.

domingo, 23 de enero de 2011

Cinco minutos en la Alameda

Practicar al anochecer eso que Pepín Bello llamaba ruismo y que no es sino un pretexto para estirar las piernas y echar un cigarrito; caminar hasta la Alameda y una vez allí permitirme el anacronismo (tal vez el delito) de fumar entre columnas romanas, mientras miro y evalúo sin entusiasmo a las bárbaras de pelo rubio y lacio y mejillas coloradas que a esta hora pasean en alegres manadas por el centro de la ciudad. Uno es lo que es ahora: un hombre que fuma entre columnas romanas mientras ve pasar la vida, aburrido, sin nostalgias, procurando no caer en la pose (yo no estoy vencido ni especialmente lúcido; yo soy, exactamente, Esteves sin metafísica). Un perro sucio y gordo, el mismo, ahora me doy cuenta, que esta mañana ladraba atado a la puerta del nuevo mercado de la Encarnación, se para a mi lado y se me queda mirando como si me conociera de toda la vida. Hace frío, el perro mueve el rabo, los ojos le brillan, quiere hacerse amigo mío. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Doy unos pasos y me alejo del perro. Hay más perros -limpios, caros, de raza-, cuyos excrementos acabarán en la bolsa de plástico que invariablemente llevan consigo sus dueños, gente concienciada y recicladora, ya se sabe. Nubecillas de vapor saliendo de las bocas de los transeúntes. Un autobús que pasa y hace vibrar el suelo. Poca gente en el bar que han puesto en la esquina donde antes estuvo el bar Las Maravillas. Vagos pensamientos acerca de lo moderno y del abuso de la luz morada y del color blanco en ciertos establecimientos. En fin, nada.
Todo esto que ahora me cuento duró lo que dura un cigarrillo, y mentiría si dijera que vi, hice o pensé algo más de lo que aquí me he contado. Sabemos que la vida es mucho de esto y poco de lo que de verdad nos interesa, pero hay que decirlo sin énfasis. Acabé, pues, el cigarrillo, le di la última calada y lo tiré al suelo. Cuando poco después llegué a casa, busqué el verso que dice:

Mientras el Destino me lo conceda, continuaré fumando.




sábado, 15 de enero de 2011

Dos sueños

En el sueño voy caminando deprisa, como si llegara tarde a una cita, por una concurrida calle del centro que tal vez sea la calle José Gestoso. A pesar de que he escogido con sumo cuidado la ropa que llevo puesta, mi indumentaria no acaba de convencerme: pantalón blanco excesivamente ajustado, chaqueta azul un tanto arrugada y jersey gris anudado a la cintura; por debajo de la corbata marrón asoma otra corbata de color amarillo con motitas azules, bastante raída, que recuerdo haber usado hace años y que por alguna razón impenetrable he vuelto a ponerme esta mañana. De modo que hoy voy a llevar dos corbatas, me digo. ¡Qué despistado soy! Bueno, que así sea. Sin detener la marcha, inclino la cabeza y observo con disgusto que ambas corbatas están sujetas a la camisa con un vulgar alfiler de costura, lo que, dado mi recién descubierto dandismo, me parece de todo punto inaceptable. En estas tropiezo con un muchacho de unos veinte años que está parado en la acera conversando con otros muchachos de su misma edad. Tropiezo con él, lo hago trastabillar, me doy la vuelta y, como es natural, le pido disculpas. Pero el muchacho, en vez de decirme "no es nada", "no se preocupe", o algo parecido, evita mi mirada y sonríe de manera significativa al muchacho que está frente a él, como si quisiera decirle: disculparse es lo menos que puede hacer este idiota. Entonces la rabia se apodera de mí. Me detengo y, tratando de sujetar mi furia -absolutamente injustificada, como no dejo de reconocer aun con todo mi enfado-, le digo: "¿Querías decirme algo? Habla, no te quedes callado. Ibas a decirle algo a ése, no lo niegues. Lo que quieras decirme a mí no se lo digas a otro." El muchacho no me contesta, ni siquiera me mira, continúa sonriendo y mirando al otro de la misma manera burlona y provocativa, aunque con un punto de sorpresa añadido. Entonces mi rabia aumenta hasta hacérseme insoportable. "¡Di lo que tengas que decir! -le suelto, ya fuera de mí-. ¡Vamos, acabemos de una vez con este asunto! No puedo perder toda la mañana contigo..." ¡Ah! ¡Como si yo tuviera algo que hacer! ¡Como si yo fuera a alguna parte!, pienso con fastidio y amargura al mismo tiempo que le doy voces al muchacho. De repente se levanta un viento helado; mis dos corbatas se desprenden y empiezan a agitarse en el aire sin que yo encuentre el modo de sujetarlas. En ese momento me despierto completamente irritado conmigo mismo. Todas mis preocupaciones, las grandes y las pequeñas, empiezan a desfilar ante mí, y por más que le doy vueltas a la cabeza, repitiéndome una y otra vez que por la noche, aunque parezca absurdo, se ven las cosas con mayor claridad, no encuentro solución a ninguno de mis problemas. Tardo un buen rato en volver a conciliar el sueño.

En el duermevela del amanecer tengo otro sueño. Ahora estoy en la piscina de la casa de mis padres. Mi padre, desnudo y completamente rígido a causa de su enfermedad, flota en el agua y yo lo empujo con suavidad de un lado a otro como si empujara una colchoneta hinchable -esta es la ridícula imagen que se me vino a la cabeza. Pese a todos sus padecimientos, mi padre parece feliz y agradecido. Luego llegan los invitados, unos perfectos desconocidos que sin más ni más se lanzan alegremente a la piscina con sus trajes de fiesta. Comienzan entonces los juegos: Un hombre que lleva pajarita y gruesas gafas de pasta salpica a una mujer que viste un traje de lentejuelas negro muy escotado; la mujer suelta un gritito y parpadea cuando recibe en plena cara la salpicadura. Otro invitado, un hombre de aspecto severo, arroja chorritos de agua por la boca. Otro chapotea con los brazos y dice cuac, cuac, cuac... Flota en el agua una estola roja de plumas. Risas enloquecidas, humor extravagante, cierto desdén hacia nosotros, mi padre y yo, los anfitriones (a mi madre y a mi hermano no se les ve por ninguna parte, sospecho que se han escondido). Procuro no avergonzarme de la desnudez de mi padre y trato de comportarme entre los invitados con naturalidad, aunque evitando sus bromas. A fin de cuentas, me digo, están en nuestra casa y han de aceptar nuestras costumbres... Mi hijo, de pie junto a mi cama, me despierta dándome golpecitos en el hombro.