martes, 17 de agosto de 2010

Recuerdos del ferrocarril de Kalda

El calor asombroso que dejé en Sevilla. El aire cargado de humedad de este pueblo de la costa gaditana en el que veraneo (con higiénicas interrupciones) desde hace veintitantos años. El resultado es en ambos lugares el mismo: sudo, no paro de sudar, sudo como dicen que sudan los condenados a muerte cuando en el último momento les conmutan la pena capital por un, así llamado, veraneo en familia perpetuo.

En el patio, al atardecer, mientras mi hijo y mi sobrino se ejercitan en las artes marciales, me abstraigo escuchando Una carezza in un pugno.
¿Adónde me lleva la voz de Celentano? No aquí ni a este tiempo, desde luego. No a este hombre que suda y escribe por no tener nada mejor que hacer, sino a otro hombre, más joven, más liviano, con un porvenir más ancho y menos predecible. Altro uomo, en definitiva.

Leo a escondidas de mi hijo fragmentos de La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro y la novelita Dos crímenes del mexicano Jorge Ibargüengoitia. Ribeyro reaviva en mí mi viejo anhelo de vivir en París durante una temporada para dedicarme a jugar al escritor latinoamericano en ciernes. Bistrots del barrio latino, bouquinistes del Sena, pobreza estimulante, mujeres francófonas con un elevado sentido de la bohemia, buhardillas atestadas de humo de Gauloises en las que siempre suena de fondo el saxo de Charlie Parker. Recorrer, en fin, todos los tópicos, sin dejarme atrás ni uno. Y por supuesto, no escribir una sola línea.
Y luego Jorge Ibargüengoitia, con su Amalia y su Lucero. Inolvidables, las dos, por tantas razones.

Llega a mi casa gente sedienta. Nunca beberán lo suficiente, siempre les quedará algo de sed. La Casa de la Sed Insaciable, así debería rezar el azulejo de la entrada a modo de severa advertencia para las visitas.

Cajas de cerveza, sombrillas, bolsas, toallas... Me paso el día acarreando cosas de acá para allá, bajo un sol implacable que me hace sudar de lo lindo. En un alarde de ingenio infantil, mi hijo ha dado en llamarme el Viejo Cargador, mote con el que me temo que tendré que cargar hasta el fin de mis días. De mis días útiles, se entiende.

Mientras camino arrastrando armoniosamente los pies por la mal llamada calle Sierpes, descubro una librería en la que para mi sorpresa no sólo venden revistas de sudokus y recetarios de cocina, sino también libros. Después de bichear un rato, me decido por Dietario voluble de Vila-Matas, cuya amistosa y extrañamente familiar voz me acompañará durante tres calurosas noches.

La playa es el infierno. Esta verdad tan simple no es, sin embargo, evidente. Allí donde sólo encontramos incivilizada arena, calor sofocante, toneladas de gente maleducada y agresiva y mil incomodidades más, tendemos a pensar y aun a sentir que "lo estamos pasando estupendamente". Tal vez sea porque pagamos por todo eso. Y cuando a uno le cobran por estar en el infierno, inmediatamente llega a la conclusión de que se encuentra en el paraíso.

Tirado en la cama a la hora de la siesta, me pongo a ver en el portátil la versión de Crimen y castigo del cineasta finlandés Aki Kaurismäki. Al cabo de un cuarto de hora me quedo dormido. Cuando despierto las imágenes han desaparecido de la pantalla y ya sólo quedan en el aire las voces calmosas, oscuras, irrefutablemente finlandesas. No es casualidad (¿quién cree todavía en las casualidades?) que, ya de noche, lea en Dietario voluble una entrada sobre Finlandia y los finlandeses en la que además se habla de la obra de Kaurismäki. Para Vila-Matas, las películas de Kaurismäki "deprimen al más optimista". Yo no sé si las películas de Kaurismäki son o no son deprimentes. Yo no puedo opinar. Es que, como ya he dicho, me quedé dormido.

En la pared del estanco un inesperado collage llama mi atención. Se trata de una página del ABC (edición de Andalucía) del 3 de septiembre de 1961 en la que alguien ha pegado un retrato de Kennedy recortado de una revista ilustrada de la época; a la izquierda de Kennedy, una noticia cuyo titular dice: Kennedy regala un carrito de mano a una niña paralítica española. Completan el cuadro tres fotografías en blanco y negro pegadas al buen tuntún sobre la página del periódico, que muestran en diversas poses y desde distintos ángulos, sola o rodeada de sonrientes y satisfechos familiares, a una feliz niña paralítica española montada en el carrito de mano que le acaba de regalar el mismísimo JFK.
Mientras examino el collage a la espera de que me despache la muchacha del estanco, me surge un sinfín de preguntas: ¿Qué relación tiene la niña paralítica con el estanco? ¿Será tal vez la niña paralítica, convertida ya en una señora de alrededor de sesenta años, la invisible dueña del establecimiento? ¿Es tal vez la madre o la abuela o la tía o la tía abuela de la muchacha que en este preciso momento pone sobre el mostrador dos paquetes de luckies al alcance de mi mano? ¿Cuánto costaba un carrito de mano el año sesenta y uno? ¿Tanto costaba entonces un carrito de mano que entre todos los parientes de la niña no pudieron comprarlo? ¿Y cómo supo Kennedy que aquella niña paralítica española necesitaba un carrito de mano -cuyo manubrio le vemos accionar en una de las fotografías- para que su felicidad fuera completa? ¿Por qué tuvo que ser Kennedy quien le comprara el carrito a la niña, y no Franco? ¿No tenía dinero Franco? ¿Era insensible Franco a las desgracias y carencias de una niña paralítica española? Etcétera, etcétera. Preguntas que quedarán sin respuesta, puesto que jamás me atreveré a preguntarle a la muchacha del estanco: Niña, ¿y esto de Kennedy, qué es?