domingo, 25 de julio de 2010

Crónica judicial

Si vuelves a decir por ahí que te debemos dinero, te arranco la cabeza, le había dicho el mayor de los dos hermanos a aquel pobre diablo, porque era un pobre diablo, el denunciante, no había más que verlo sentado en el banco con las rodillas juntas y la cara escondida entre las manos. Y luego te echamos al arroyo, había añadido el menor para rematar la faena. Después del denunciante le tocó declarar al mayor de los hermanos y enseguida reconoció los hechos. No tuvo que esforzarse mucho el abogado de la acusación para sacarle una confesión. Lo dije en un arrebato, se excusó mi cliente, cosas que se dicen sin pensar, nunca he querido arrancarle la cabeza a nadie, por Dios. Luego declaró el menor, y tal y como habíamos acordado momentos antes de entrar en la sala, lo negó todo. Que nunca lo había amenazado, que no era cierto que le hubiera dicho que lo iba a echar al arroyo, yo qué voy a decir eso, hombre (al abogado de la acusación), que sólo lo llamó por teléfono para preguntarle qué le había pasado con su hermano, para mediar, dijo. Justo en ese momento, como si las palabras que acababa de pronunciar mi cliente le hubieran producido unas náuseas incontenibles, el denunciante empezó a dar arcadas. Un ruido repulsivo, lamentable, verdaderamente insoportable. Dejé en suspenso el interrogatorio y me puse a mirar al pobre tipo; luego miré a la jueza, una muchacha gordita y simpática que a su vez miraba al secretario como si esperara de él alguna cosa; luego miré a los dos hermanos, el menor todavía de pie en el centro del estrado sin saber muy bien qué hacer y el mayor sentado en el banquillo y mirando con asco y odio al denunciante. Salga, salga si se encuentra mal, dijo al fin la jueza. El tipo se levantó del banco y sin dejar de dar arcadas, tapándose la boca con las manos y caminando encorvado como un simio grande herido de muerte, salió de la sala de vistas. ¿Está enfermo tu cliente?, le pregunté a mi colega con toda inocencia. A veces sufre ataques de ansiedad, explicó. Vaya, dije yo. Desde el patio que hace las veces de sala de espera nos llegaban amortiguados los gemidos guturales del denunciante. Silencio expectante. Cabezas agachadas. Si me lo permite, señoría, voy a ver qué le pasa, dijo al cabo de un rato el abogado de la acusación. Sí, vaya a ver, dijo la jueza. Unos segundos después, muy poco tiempo, la verdad, menos tiempo del necesario para que aquello resultara creíble, el abogado regresó a la sala de vistas seguido de su cliente, que se limpiaba la boca con un pañuelo. ¿Está usted mejor, podemos continuar?, preguntó la jueza, muy preocupada, la mujer. Sí, sí, dijo el tipo con una vocecita que daba lástima, discúlpeme, es que a veces sufro ataques de ansiedad.
Siguió, pues, el juicio. El abogado del denunciante pidió que condenaran a mis clientes a sendas multas de no sé cuántos euros. Poco me pareció. Luego llegó mi turno. Solicité la libre absolución de mis clientes, como es natural, aunque me entraron ganas de suplicar que los condenaran a galeras, tanto me fastidian esos dos liantes. A continuación dije las tonterías que suelen decirse en estos casos: versiones contradictorias y presunción de inocencia para el menor de los hermanos, animus iocandi e intervención mínima del derecho penal para el mayor. En fin, la cháchara habitual que nadie escucha, excepto los clientes, los que pagan o deberían de pagar por ver a su abogado encaramado a un sillón tapizado de terciopelo rojo, con la toga que tanta impresión les hace, soltando su perorata.
Acabado mi informe, la jueza pronunció la frase ritual: visto para sentencia. A la salida de la sala de vistas le estreché educadamente la mano al abogado de la acusación. Ya en la calle, el mayor de los hermanos me preguntó: ¿cómo he estado? Te condenarán, fue mi respuesta. Y dirigiéndome al menor: a ti te absolverán.

domingo, 11 de julio de 2010

La Zona, 1991

Para conjurar el agobiante calor de estos días y la nostalgia de quien sabe que lo bueno ya pasó, nada mejor que recordarme pasando frío y con veinte años menos a las espaldas. Abrigados y jóvenes forever, así aparecemos, yo y mis amigos, en esta fotografía tomada con una Zenit primitiva una tarde de invierno de 1991 en algún lugar de La Zona. A la derecha podemos ver a un joven stalker, soltero y sin deudas, accionando una rueda.