sábado, 3 de noviembre de 2012

Hey!

Conque ustedes quieren que yo les hable de Julio Iglesias, de ese Julio Iglesias, el que en 1979 se llamaba Ricardo Zafra y se sentaba solo en el último banco de la clase y allí se pasaba las horas en un limbo, dándose palmaditas en el pecho y soltando de vez en cuando un ¡hey! que resonaba en toda el aula, sonriendo al vacío con esa media sonrisilla que todos ustedes le han visto en las carátulas de los discos y en los carteles, mientras los demás, pobres criaturas, nos dedicábamos a dibujar diagramas de Venn y no sé cuántas gilipolleces más. O sea, que así era Julio Iglesias, igual en el escenario que en el pupitre del colegio, qué más quieren que les diga. Y vaya por delante que conocer a Julio Iglesias, lo que se dice conocerlo, no llegó a conocerlo nadie. Y no es que fuera tímido o que no quisiera juntarse con los demás niños. Era otra cosa. Él estaba en su mundo, hay que entenderlo, tan distinto del nuestro, tan inimaginablemente otro. De Miami al colegio y del colegio a los estudios de grabación. O al Madison Square Garden o adonde se terciara, menudo exitazo tenía entonces Julio Iglesias allá donde fuera, y eso que, según decía mi padre, ni siquiera sabía cantar. ¡Julio! ¡Julio!, gritábamos a coro los niños cuando el Zafra regresaba de una de sus largas giras por Latinoamérica y lo veíamos entrar en el colegio con la mochila al hombro y su pálida cara de alucinado. ¡Cántanos algo, Julio! Y Julio que se hacía el remolón: que no, que tengo que reservar la voz para grabar un disco con la CBS, decía mirando al techo y juntando las palmas de las manos como si fuera a rezar el Jesusito de mi vida. Pero Julio era una estrella y sabía que se debía a su público, a los mocosos de tercero y cuarto de EGB que lo perseguíamos por el patio del recreo hasta arrinconarlo en la fuente al grito de ¡cántanos algo, Julio, cántanos! Y entonces Julio Iglesias, el Zafra, soltaba por fin la mochila y se encaramaba a un banco, nosotros rompíamos a aplaudir como locos y Julio pedía silencio llevándose el índice a los labios, luego cerraba los ojos, en trance, y se ponía una mano abierta en el pecho mientras con la otra agarraba un imaginario micrófono. Y empezaba a cantar:

-Cuenta la leyenda que en un árbol...

Y aquello era el delirio. El delirio, no digo más. No le dejábamos seguir. ¡Aaaah! ¡Julio, Julio, Julio! Y nos lanzábamos sobre él y le dábamos tirones de la camisa, de los pantalones con dobladillo, de los brazos escuálidos, como si quisiéramos hacerlo pedazos y repartirnos allí mismo los despojos. La locura, ya les digo. Y Julio siempre con su sonrisa, impertérrito, sin protestar apenas, en su salsa. Lo bajábamos a empujones del escenario y le dábamos palmadas en la espalda, plas, plas. Con fuerza, con ganas. ¡Qué monstruo eres, Julio! ¡Qué grande! Y él sin perder la sonrisa de ídolo de masas, dejándose hacer. Os quiero, os quiero, decía. ¡Qué grande, coño!

Julio tuvo que repetir cuarto. Es natural, con la vida que llevaba. Le perdí la pista. Sus padres lo quitaron del San Francisco y se lo llevaron a no sé dónde. Bueno, ustedes querían que les hablara de Julio Iglesias y les he dicho todo lo que les podía decir. A lo mejor Raphael, que estaba en sexto, puede contarles más cosas.