domingo, 5 de agosto de 2012

Homo faber

Hace más de una semana que no me afeito. Tampoco me peino —simplemente me echo el pelo hacia atrás con los dedos— ni uso calzado de ningún tipo. Mi indumentaria se reduce a una mugrienta camiseta manchada de pintura y un raído bañador igualmente sucio y repugnante. Me paso el día entre escombros, latas de pintura, nubes de polvo, sorteando montañas de expedientes apilados en el suelo a la buena de Dios. Soy feliz porque por las noches me voy a la cama agotado, con la espalda deshecha y sin una sola idea perversa en la cabeza. Me he metido a albañil y a pintor de brocha gorda. Y me gusta.

Cuando me miro al espejo apenas me reconozco. No me desagrada del todo mi nuevo aspecto. Pienso que podría vivir con él indefinidamente. Es el homo faber que llevaba en mi interior y que sólo aguardaba su oportunidad para emerger y hacerse con el mando. Y en cuanto ha emergido —como un salvaje que hubiera estado encerrado durante siglos en el melindroso cuerpo de un burócrata— le ha dado una buena patada en el culo al abogado, vaya que sí. ¡Es fantástico! Cuando mi vista se posa por casualidad en un papel del juzgado, alguna providencia o decreto caído al suelo, pisoteado y cubierto de polvo, cierro los ojos con asco y vuelvo a mis herramientas. Me sorprendo a mí mismo dándoles instrucciones a los peones. Jonathan y Luismi me miran con asombro, asienten o niegan con la cabeza, se consultan el uno al otro, a veces se atreven a discutir conmigo, pero con respeto y cautela. Está claro que reconocen en mí al patrón. Y eso que es notorio que no sé nada de albañilería.

Siento que algo esta pasando. Algo grande y simple a la vez. Martillo, destornillador, escoplo, lijadora, brocha... en mis manos se vuelven objetos útiles y vigorosos. De ninguna manera soy el individuo torpe y manazas que creía ser. Encaramado a la escalera de mano, sudoroso y lleno de determinación, me siento como Dios. O mejor aún: como Charlton Heston pintando la capilla sixtina y lanzándole improperios al papa.

Algún día acabarán las obras del despacho —aunque la cosa se prolonga, se prolonga. Pagaré a los albañiles y me despediré de ellos, virilmente, sin sentimentalismos. Me afeitaré y me peinaré como es debido. Volveré a usar zapatos, camisas, pantalones largos. A redactar demandas y recursos. A recibir a los clientes. Pero el hombre de acción, el hombre puro que nada quiere saber de papeles ni de corbatas y que disfruta dando martillazos en una pared, me ha sido fatalmente revelado.