miércoles, 4 de mayo de 2011

Onettiana

Aquí la palabra amante, tan redonda, tan avasalladora, resultaría excesiva. Tan solo besos húmedos y abrazos que duraban toda la tarde, alguna rápida y nerviosa incursión de mi mano izquierda por debajo del jersey o de la falda (mi mano helada calentándose entre sus muslos, endureciéndole los pezones que alternativamente imaginaba rosados o morenos, recuerdo). Tácitamente nos negábamos el coito, porque sabíamos que hay remordimientos de todos los tamaños y al nuestro —la muchacha se empeñaba en hacerme creer que yo también tenía conciencia— lo queríamos pequeñito, manejable, reversible.

Recuerdo las tardes casi idénticas, siempre frías, siempre solos ella y yo en la trastienda de la pequeña librería de viejo donde jamás o rara vez sonaba la campanilla de la puerta. Negocio ruinoso, heredado de un hipotético padre bibliómano o traspasado con engaño por el anterior propietario. La verdad es que nunca supe cómo ni porqué Anika —este es el exótico nombre que le invento— llegó a convertirse en empresaria, valga la exageración, la bienintencionada ironía, ni de dónde sacaba para pagar el alquiler y llenar la despensa de aquel departamento de la avenida Díaz Grey al que nunca fui invitado. Por prudencia, supongo, para que el diablo no tuviera donde soplar más a gusto.

Tardes o una sola tarde de invierno, inmensa e inmóvil, para persistir en mi fracaso; dos roñosas sillas de enea, una mesa camilla, las tazas de café junto a las copitas de anís y algún que otro libro mohoso bajo la triste bombilla del flexo, única luz que nos permitíamos en aquella habitación sin ventanas, casi subterránea. Las inevitables conversaciones sobre tal o cual novelón —Anika no leía nada que el autor hubiera despachado en menos de quinientas páginas— y mis manos yendo y viniendo como si tuvieran vida propia, acariciándole la espalda rígida, el pelo, el óvalo de la cara, a veces adentrándose valientemente bajo la ropa, pero sin abusar, sabedoras de que no eran bien recibidas.

—No puedo —decía Anika bajando los ojos, apretando los muslos, obligándose a evocar la imagen del novio o marido siempre ausente de la ciudad y aun del país por razones que variaban según su estado de ánimo.

Yo entonces callaba y replegaba las manos, las juntaba bajo el mentón y apoyaba los codos en las rodillas, haciendo como si me sumiera en profundas reflexiones morales. Cuando la cosa se resistía a bajar, recurría a pensar en la muerte, viejo truco que nunca me ha fallado. ¡La muerte, la muerte!, gemía yo entre dientes, haciéndome el desesperado. Anika se reía mucho con estas cosas mías, recuerdo. Pero la risa tampoco la ablandaba.

(Temerario ejercicio de estilo escrito bajo el influjo de Dejemos hablar al viento, de Juan Carlos Onetti.)