viernes, 26 de marzo de 2010

PETERSBURGO / CRIMEN Y CASTIGO

Mientras leo Petersburgo no puedo dejar de pensar que, en realidad, lo que me gustaría estar leyendo ahora, en este preciso momento, es Crimen y castigo. Con mucho gusto cambiaría ahora mismo a Nikolái Ableujov por Raskolnikov (cosa imposible, puesto que el único ejemplar de Crimen y castigo que he poseído en mi vida se lo presté hace muchos años a un amigo, que aquí llamaré X, y lo di por perdido desde el mismo instante en que pasó de mis manos a las suyas). Raskolnikov era todo un hombre, así lo recuerdo, y este Ableujov no es más que un fantoche. No quiero decir con esto que Petersburgo sea una mala novela, Dios y Nabokov me libren, o que no me guste Petersburgo; sólo digo que en este momento y lugar (aquí, en mi casa, en mi butaca, a las once de la noche) me apetece mucho más leer Crimen y castigo, y que si tuviera a mano un ejemplar de esta novela, me pondría a leer Crimen y castigo de inmediato y dejaría Petersburgo para una mejor ocasión, que seguramente la habrá. Me acuerdo ahora de la ilustración que aparecía en la cubierta de aquel ejemplar de Crimen y castigo que hace tantos años le presté a mi amigo X (e inmediatamente perdí para siempre): un tipo siniestro y andrajoso con largas barbas a lo Rasputín que sostenía un hacha ensangrentada en la mano: Raskolnikov, sin duda. Mi amigo X hubiera podido pasar por un personaje de Dostoievski. Se pasaba el día en el sofá, leyendo y fumando un ducados detrás de otro o dando cabezadas, inmerso en su mundo (como yo y como todos, aunque de una manera más notoria y absoluta), atiborrado de pastillas, mientras su mujer cosía como una posesa para mantener a la familia (aquel salón de su casa siempre repleto de piezas de tela y el ruido incesante de la máquina de coser, recuerdo). Fumo demasiado, solía decirme como disculpándose (hablaba lentamente, sin inflexiones, y empezaba y acababa las frases con un largo y angustioso suspiro), pero yo le decía que no se preocupara, que fumara todo lo que diera la gana, total. X tenía alrededor de cuarenta años y yo quince o dieciséis, él era esquizofrénico y yo no, pero la diferencia de edad y su enfermedad no nos impedían tratarnos como verdaderos amigos. Un día, después de pasarse un buen rato mirándose con mucho interés en el espejo del recibidor, me preguntó, sin asomo de estar bromeando: ¿No crees que me parezco a Jesucristo? Mi amigo pesaba más de ciento veinte kilos, tenía una barriga enorme y una cara grande y extraordinariamente redonda, y se estaba quedando calvo. No, no te pareces a Jesucristo, le dije. Si acaso, a Buda. ¿Y si me dejara la barba?, insistió, pasándose lentamente la mano por la papada. Mejor no, le dije, y ahí quedó la cosa. X tenía muchos libros (a mí me parecían muchos), leía mucho, como ya he dicho, y su mujer pensaba que la lectura no le hacía bien. Cuando su mujer vio la cubierta de Crimen y castigo, aquel Raskolnikov con su hacha ensangrentada, hizo una mueca de disgusto, pero no dijo nada. Yo sabía que no recuperaría mi Crimen y castigo, sabía que, pasado algún tiempo, mi amigo se olvidaría de que el libro no era suyo, sino prestado, y yo no encontraría la manera ni el momento de recordárselo y pedirle que me lo devolviera. No me importaba, la verdad, porque le tenía aprecio a mi amigo y de alguna manera quería corresponder a sus regalos. Me había regalado El oro de los dioses de von Däniken, que leí con avidez y entusiasmo, y algún otro libro más que no recuerdo ahora. ¡El oro de los dioses! ¡Qué maravilla para mis quince años!
Mi amigo X murió joven, no llegó a los cincuenta. Su hijo me dijo, poco después de la muerte de mi amigo, que su padre había tenido mala suerte en la vida. Mala suerte. No sé. No creo que se tratara de mala suerte. En mi memoria lo veo sonriendo con su cara de alucinado, fumando con avidez y con mi ejemplar de Crimen y Castigo en la mano, como si no supiera muy bien qué hacer con él.

sábado, 20 de marzo de 2010

EL HOMBRE DE LA MASCOTA (III)

Antes el hombre de la mascota no estaba en la plaza del Duque, sino en la Campana. En la Campana, en la esquina del Tropical para ser más preciso, estuvo plantado durante quién sabe cuántos años, muchas horas al día, sin molestar ni ser molestado por nadie y bien visible. El Tropical (dicho así, El Tropical, ¿qué otra cosa puede ser excepto un bar?) cerró a finales de los ochenta, y en su lugar pusieron una tienda de ropa que se llamaba Solana. Pudo pensarse entonces que con la desaparición del Tropical desaparecería también el hombre de la mascota. Pero el hombre no pertenecía al Tropical, como pronto se supo, sino a la esquina, a la esquina del Tropical o a la esquina de Solana o a la esquina de lo que vendría después de Solana, otra tienda de ropa que se llamaba Blanco, según creo, y en esa esquina siguió plantado, discreto, silencioso y puramente contemplativo, durante muchos años más. Así, hasta que hará cosa de unos cinco o seis años (cinco o seis años son nada) decidió mudarse a la vecina plaza del Duque. Por qué se mudó allí al cabo de tantos años de fidelidad a una esquina concreta de la Campana es para mí un misterio; tal vez el hombre ya no estaba seguro de sus fuerzas, las piernas empezaban a fallarle después de tantos años de estar de pie y se vio forzado a buscar un nuevo emplazamiento en el que, llegado el caso, pudiera sentarse. Cosa que finalmente ha sucedido, como puede verse en la fotografía que puse aquí hace unos días. Allí está sentado, pero sus ojos miran, siguen mirando a la Campana.

domingo, 14 de marzo de 2010

sábado, 13 de marzo de 2010

EL HOMBRE DE LA MASCOTA (II)

Hoy he vuelto a ver al hombre de la mascota. Hacía tiempo que no sabía nada de él, incluso llegué a pensar, supersticiosamente, que no volvería a verlo. El caso es que el hombre de la mascota estaba esta mañana otra vez en su sitio, con su mascota y su bastón, serio, como siempre, y mirando al frente, como siempre, y eso me ha alegrado el día, ha sido como reencontrarme súbita y gozosamente con un pedazo perdido de mí mismo. Tanto me he alegrado de verlo (con una alegría íntima de persona bien educada, una alegría que de ningún modo me he permitido exteriorizar y menos aún en plena calle) que he sacado el teléfono móvil y venciendo los restos de timidez que todavía me quedan, le he hecho disimuladamente una fotografía que publicaré aquí tan pronto como averigüe el modo de sacarla del dichoso teléfono. Debo decir, sin embargo, que hay un lunar negro en la reaparición del hombre de la mascota. El hombre ha vuelto, sí, estaba en el mismo sitio de siempre, con su vestimenta y complementos (sombrero y bastón) y actitud de siempre, pero ¡sentado! Que el hombre de la mascota estuviera sentado y no de pie, como ha sido su costumbre y ha sido visto durante tantos años, me ha hecho sentir de alguna manera el paso del tiempo, el sombrío y doloroso paso del tiempo, si se me permite decirlo así. Uno quiere que todo permanezca, que nada fluya, pero las cosas y los hombres fluyen sin remedio. Uno mismo no para de fluir, como he podido comprobar una y otra vez.
El hombre de la mascota es para mí como esa ventana iluminada de la calle Don Pedro Niño que tanto me conforta ver cuando regreso a casa después de una de mis cada vez más raras correrías nocturnas. Una ventana del segundo piso de la casa que, cuando yo era chico, se conocía entre los vecinos del barrio como la casa del marqués del Contadero, junto a la no menos famosa casa del cactus, detrás de cuyos cristales hay una cortina que tamiza la luz que proviene de una lámpara de sobremesa siempre encendida a esas horas y le da esa agradable consistencia cremosa que, en definitiva, es lo que a mí me conforta tanto. El hombre de mascota y la ventana iluminada son, sigamos con las comparaciones, como aquel dibujo hecho a tiza que durante años pudo verse en la fachada de la iglesia de San Hermenegildo, el niño de las orejas, le decíamos mi abuela y yo cuando ella me llevaba de la mano a San Cayetano. Cosas que están ahí para nosotros, que sabemos verlas, y un buen día (un mal día) dejan de estar.

domingo, 7 de marzo de 2010

DECEPCIÓN

En la mesa del fondo, en vez del tablero, las piezas, el reloj de ajedrez y un par de tipos jugando y bebiendo cerveza, hay un mustio matrimonio de ancianitos tomándose qué sé yo, una clara y una tapa de boquerones en vinagre. Qué decepción. Yo, que me había prometido una noche de blitz loca en el Dueñas, una noche de viernes como las que a mí me gustan, ajedrez y cervezas y un cigarrillo detrás de otro en compañía de gente amiga, para premiarme por ser tan buen chico y tan buen padre de familia. Nada. Mala suerte. Y encima no para de llover. Y yo frente a la puerta del bar, con este paraguas ridículo que apenas me cubre la cabeza, mojándome los zapatos y sin decidirme a entrar. Mis esperanzas de intoxicarme hasta la náusea con ajedrez, tabaco y alcohol se deshacen en el agua de los charcos. Se deshacen, ya son nada. Qué hacer entonces, qué hacer, ya que estoy aquí, excepto entrar a desgana en el bar y pedirle a Manuel una cerveza que me bebo a sorbitos acodado en la barra mientras miro alternativamente la mesa a la que se sientan los ancianos usurpadores y la espalda de la muchacha rubia o teñida de rubio que se sienta a mi izquierda en un taburete; miro el anillo plateado que la muchacha lleva en el pulgar y la bandera británica que lleva cosida a la chaqueta vaquera, y como quien no quiere la cosa pego la oreja y me entero de que el muchacho que acompaña a la muchacha rubia (cuya cara no alcanzo a ver del todo, solo un ojo y la nariz respingona a juego con el color de su pelo) toca la guitarra en un grupo de rock, pues mira tú qué bien. Manuel me dice que lo mismo le pasó a Paco C. el otro día, vino con ganas de jugar y no apareció nadie, se puso a leer el periódico, aburrido, esperó una media hora y acabó por largarse. Y yo también me mandaré a mudar tan pronto como me acabe la cerveza, me digo. Manuel me da conversación, le agradezco su buena voluntad. Me pide un lucky, está intentando dejar de fumar y no ha tenido otra ocurrencia mejor que pasarse a los cigarrillos mentolados, un asco, como cualquier fumador sabe, así que de vez en cuando necesita fumarse un cigarrillo de verdad para quitarse el mal sabor de boca. Le doy el lucky, lo enciende y le da una buena calada y después lo deja en el cenicero, donde va consumiéndose mientras Manuel atiende a los clientes y yo le doy sorbitos a la cerveza y me pongo a mirar la foto de la Macarena que hay encima de la puerta de la cocina. ¿Vendrá Marco? No creo, dice Manuel. Aunque quién sabe. No, la noche no está para nada, no vendrá nadie con esta lluvia, esta lluvia incesante y perra que acabará por deprimirnos a todos. La muchacha rubia y su novio rockero se marchan. Una vieja grita desde una de las mesas: a ver esas albóndigas, y uno de los muchachos que están en la esquina de la barra, junto al teléfono, imita bajito el graznido de la vieja y los demás se parten de risa.
Sin apurar la cerveza pido la cuenta, pago, me despido de Manuel y salgo a la calle con mi paragüitas.