viernes, 17 de diciembre de 2010

Escenas de la vida bohemia

Hay días en los que X se parece a John Lennon y días en los que más bien me recuerda a Roberto Bolaño: un Lennon sin talento musical que se pasara las horas en el bar, jugando al ajedrez y bebiendo y fumando de gorra -cosa que todos hemos hecho alguna vez-, o un Bolaño ágrafo, avejentado, sin dinero ni domicilio fijo, que malviviera del sable y de la compasión de unos cuantos amigos y familiares. En sus buenos tiempos X vivía de su mujer, una muchacha guapa y comprensiva con la que tuvo una hija que ahora andará por los diez años; entonces todo iba estupendamente, su mujer daba clases en un instituto y lo ganaba bien y X podía dedicarse a beber y a jugar al ajedrez -con ese estilo suyo, loco y desinhibido, que tantos quebraderos de cabeza me produce cada vez que nos enfrentamos- y a charlar durante toda la noche de literatura o de música con el primero que estuviera dispuesto a escucharlo. Le gusta el jazz y realmente sabe de jazz, puede tirarse horas hablando de Coltrane, cuya discografía conoce de memoria; mil veces le he oído contar la historia de aquella vez que estando de vacaciones en no sé dónde se gastó todo el dinero que le quedaba en un viejo disco de Coltrane que vaya usted a saber dónde estará ahora, después de tantas mudanzas. El dinero le quema en los bolsillos, como suele decirse, y jamás se ha resignado a emplearlo en algo de provecho o simplemente necesario. Una vez su mujer le dio dinero para que se comprara un pantalón -el único que usaba desde hacía meses estaba hecho un verdadero asco- y él se lo gastó todo en cerveza, estuvo bebiendo por ahí hasta las tantas de la madrugada y al final volvió a casa borracho y con los mismos pantalones de siempre, aunque un poco más sucios y repugnantes si cabe. Por cosas así su mujer acabó por abandonarlo; un buen día la muchacha decidió que ya estaba bueno lo bueno y se largó con la niña a un lugar lo suficientemente alejado de Sevilla como para no sentir la tentación de volver con él. Yo creo que ella pese a todo lo quería, pero en fin... A partir de ahí las cosas le fueron de mal en peor. X se asoció con otro bohemio, su amigo Y -ajedrecista profesional que, mal que bien, se las arregla para vivir del ajedrez, lo que no deja de parecerme poco menos que milagroso-, y abusando de su bondad -Y es una persona bondadosa y tranquila como pocas- lo convenció de que durante algún tiempo, mientras él encontraba trabajo, pagara el alquiler y llenara la nevera del piso en el que hasta entonces había vivido con su mujer y su hija. Como X no aportaba nada a la sociedad y no hacía más que beber y lamentarse de su mala suerte, ésta terminó por disolverse al cabo de un año o así. Finalmente el propietario del piso envió una carta reclamando el pago de varios meses de renta atrasados -carta que, como es natural, fue sometida a mi consideración profesional- y X se vio obligado a recoger sus bártulos y a buscar asilo en casa de una tía suya que ya lo había acogido en los lejanos tiempos en que era estudiante de filología. Recuerdo que entonces le pregunté con mucho tacto por qué no regresaba a su pueblo, a casa de sus padres, y él me respondió que el pueblo lo asfixiaba y que de ninguna manera estaba dispuesto a volver allí.

 Hace un par de meses, serían las diez de la noche y yo salía del despacho decidido a irme derechito a casa, me topé con X en la esquina de la calle Delgado. Tenía un aspecto lamentable y se diría que estaba completamente derrotado por las circunstancias. Cuando le pregunté qué tal le iba, me dijo que su tía lo había invitado a mudarse a otra parte y que no sabía dónde pasar la noche ni a quién podía recurrir. Estaba, como es lógico, muy deprimido, y yo, que tampoco estaba pasando una buena racha que digamos -aunque desde luego, nada comparable con sus problemas-, tuve miedo de que de algún modo me contagiara su depresión, así que para protegerme no me mostré especialmente compasivo. Me dijo que, además de desahuciado y sin un céntimo, estaba enfermo, y estuvo un buen rato dándome toda clase de detalles acerca de su supuesta enfermedad, digo supuesta porque sé que X es bastante hipocondríaco, nunca me he tomado en serio sus males, aunque es posible, pienso ahora, que en aquel momento estuviera realmente enfermo. No sé. El caso es que hablamos durante un rato, o mejor dicho, habló X y yo lo escuché. Estoy seguro de que estuvo tentado de pedirme dinero, pero, tal vez porque no tenemos demasiada confianza el uno con el otro -nunca hemos sido lo que se dice amigos íntimos- o porque de repente tuvo un arranque de amor propio, no se decidió a hacerlo; aunque recuerdo que una vez me pidió dinero con la excusa de que necesitaba coger un taxi y yo le di mis diez últimos rublos sabiendo de antemano que pronto acabarían en la caja registradora del bar más cercano. También me contó que estaba buscando trabajo, su vieja cantinela. Me disgusta oírle decir que está buscando trabajo porque sé que no es cierto y porque de alguna manera se traiciona a sí mismo cuando dice que anda buscando trabajo, como si alguien como él pudiera trabajar alguna vez. Hay personas que nacieron para la bohemia; suelen ser personas con encanto, frágiles y menesterosas, cuanto más frágiles y menesterosas son, más encantadoras nos resultan, criaturas noctámbulas y bebedoras y con vagas aspiraciones artísticas, incapaces de conducirse de manera ordenada y con una marcada inhabilidad para el trabajo; inhábiles también, por desgracia, para el arte, que exige talento y sacrificio. Personas a las que uno acepta como son -precisamente se las acepta por ser como son-, y a las que nadie en su sano juicio les pediría que se comporten como lo haría un chico responsable y aburrido, ni mucho menos les daría un empleo. Por eso no me gusta oírle decir a X que anda buscando trabajo. Bastante trabajo tiene con ser bohemio, digo yo.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Entrada en religión de César B. junior

Cuando mi hijo me dice que tiene dos papás, yo y un tal Dios que está en el cielo, inmediatamente le replico:
-Sí, eso está muy bien. Pero, ¿quién paga las facturas? ¿Papá o Dios?
-Dios está muerto -dice él entonces-, ¿cómo va a pagar las facturas?
-Ah, de manera que Dios ha muerto -digo yo, sonriendo victorioso por debajo de un imaginario mostacho prusiano.
-Claro, papá, por eso está en el cielo. Ahora es una estatua y los niños le rezamos.

sábado, 30 de octubre de 2010

El hombre que vio a la pantera y compañía

El ayuntamiento me ha embargado la cuenta del banco, mi padre está enfermo, no sé cuándo voy a cobrar lo que me deben mis clientes, ya no soy joven y empiezo a preocuparme por cosas que hasta no hace mucho me tenían sin cuidado. Por lo demás, soy feliz.

sábado, 16 de octubre de 2010

Las despreocupaciones de un padre de familia

Nuestro odradek (porque nosotros tenemos un odradek) es una cabeza de San Martín de Porres del tamaño de un garbanzo, negra y desportillada, que desde hace años rueda a su antojo por casa con el beneplácito de sus moradores, tan contentos de tener un odradek como otros lo están de poseer un aleph o un gremlin. Este odradek nuestro empezó a serlo el día en que el San Martín de Porres de escayola que yo tenía sobre la mesita de noche (una especie de recuerdo de la infancia) se cayó accidentalmente al suelo y se partió la cabeza. La cabeza salió disparada, y por más que la buscamos mi mujer y yo por todas partes no hubo manera de encontrarla. Se nos quedó, pues, el santo sin cabeza, y daba tanta grima verlo así, descabezado, que acabé por tirarlo a la basura. El caso es que, mucho tiempo después, la cabeza apareció donde menos se la esperaba (detrás del bidé, por qué no decirlo), pero saltaba a la vista que ya no era simplemente la cabeza perdida de San Martín de Porres. Se había convertido, entre tanto, en un odradek.
Como todo odradek que se precie de serlo, el nuestro desaparece durante meses para reaparecer el día menos pensado detrás del mueble de la tele o en un rincón de la cocina poco frecuentado por la escoba. Entonces uno se alegra muchísimo de verlo después de tanto tiempo y le dice a su mujer o a su hijo: ¡mira, el odradek!, y lo coge con cuidado entre los dedos y se le queda mirando un rato a los ojos, esos ojitos infantiles y pícaros que parecen decir ¡suéltame ya, hombre! Y uno tiene que soltarlo de inmediato, por supuesto, porque en eso consiste el juego, en dejarlo rodar libremente por la casa para que nuestro odradek pueda cumplir su destino de odradek. Así que vuelvo a colocarlo en el suelo y de una cariñosa patada lo lanzo lo más lejos posible. Hasta la vista, amigo.
La idea de que mi odradek pueda sobrevivirme me trae sin cuidado. Como dijo aquél: las cosas quedan, las gentes se van. O algo así. Y es que uno no es Kafka, qué coño.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Auguste B. y el gran Lebowski (una explicación que nadie me ha pedido)

Hace un par de días escribí una entrada en este blog a la que puse por título "Auguste B. y el gran Lebowski". Al releerla a la mañana siguiente, mientras me desayunaba con mi habitual taza de café negro y el primer cigarrillo de la jornada, me di cuenta de que lo que había escrito por la noche resultaba a la luz del día excesivamente lúgubre y lacrimoso y, por encima de todo, falso; un insoportable vaho de falsedad y tristeza emanaba de aquella entrada -que en el fondo quería ser verdadera y alegre-, así que la suprimí de un golpe de ratón y me quedé tan ancho. No me arrepiento de haberla enviado al limbo de los archivos suprimidos. Al contrario, me felicito por ello.

Pero ahora... ahora me comen las dudas. ¿No debería hacer lo mismo con todo lo que he escrito aquí, en este blog? ¿No debería mandarlo todo al limbo, léase, al carajo? ¿No debería mandar ahora mismo al limbo (léase, etc.) esta entrada que acabo de escribir y que, por supuesto, tampoco...?
Pero la mano se me va, se va sola al ratón, el puntero se desplaza por la pantalla y se posa sobre el botoncito fatídico, y ¡click! vuelta a empezar.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Literatura-espejo

"Recordé que mañana cumplo cuarenta años. Nunca me hubiera podido imaginar así los cuarenta años, solo y entre la mugre, encerrado en la pieza. [...] Ni siquiera tengo tabaco."
El pozo. Juan Carlos Onetti.

"Suprimiendo el tabaco durante un año economizó bastante, [...] fumaba una vez por semana, una cajetilla de cigarrillos para el fin de semana..."
Las palmeras salvajes. William Faulkner.

"Estaba abrumado por problemas de dinero. No me refiero simplemente a una escasez ocasional, ni a tener que apretarme el cinturón de cuando en cuando, sino a una falta de dinero continua, opresiva, casi agobiante, que me envenenaba el alma y me mantenía en un inacabable estado de pánico."
A salto de mata. Paul Auster.

A veces la literatura es un espejo que se coloca, no a la orilla del camino, como quería Stendhal, sino frente a uno mismo. Solo para darnos el consuelo de los tontos.

sábado, 25 de septiembre de 2010

En el juzgado

Una vez más mi camino se cruza con el del abogado gordo, ese que cada vez que se topa conmigo en los pasillos me pone una mano en el hombro y me llama compañero para tratar de llevarme a su terreno (ciertamente le convendría tenerme como aliado en este asunto, pero no le daré ese gusto). A pesar de que el tipo me repugna (se ve a la legua que es un embaucador y un arribista), enseguida me dejo envolver por su parloteo, y no hago ni digo nada para dejarle claro de una buena vez por todas que de ninguna manera estoy dispuesto a entrar en su juego. Mi pasividad, mi incapacidad para darle a entender que hasta aquí hemos llegado, me irritan conmigo mismo. Es uno de esos tipos que me desarman desde el primer contacto. Me hipnotiza con sus palabras huecas, con su desenvoltura, con sus risitas desvergonzadas, con su desmesurado volumen corporal. Me achica, en una palabra. Nada que hacer.

Mientras el gordo me toma del brazo, puedo sentir en la nuca las miradas hostiles del abogado de la defensa, mi adversario, por así decirlo. Cejas negras y gruesas, como trazadas con un pedazo de carbón, que contrastan violentamente con el pelo encanecido; rasgos infantiles todavía en su cara. Evidentemente es de los que se toman como algo personal los asuntos de sus clientes. No comprende que todo es juego, puro teatro. Me desagrada su manera de mascar chicle; no soporto la visión de sus labios apretados y del movimiento de sus mandíbulas. Prefiero mirar la cara del gordo.

Luego, en el despacho de la jueza de instrucción. Los abogados (el gordo, el del chicle, yo) nos sentamos alrededor del hombre que va a ser interrogado. Éste trata de disimular sus nervios cruzando las piernas y apoyando las manos en las rodillas, pero puedo ver cómo el corazón le late con fuerza debajo de la camisa. La jueza comienza a hacerle preguntas en el habitual tono desabrido e intimidatorio. El hombre lo niega todo. Se nota que se tiene bien aprendido el guión, aunque tal vez se ciñe al mismo con excesiva rigidez. Bastaría un empujoncito, me digo, una pregunta inesperada para sacarlo de sus casillas. Ese trabajo debería hacerlo el abogado de la defensa, pero, pese a que lo intenta una y otra vez, no acierta con la pregunta adecuada. El interrogado logra zafarse. No obstante, queda flotando en el aire la impresión de que ha mentido.

Ya en la escalera, le oigo decir al hombre:
-Salgamos a la calle. Necesito fumar.

domingo, 19 de septiembre de 2010

sábado, 4 de septiembre de 2010

Desguace / chino / resaca

Ayer llevé el coche al desguace. Cuarentaicinco rublos me dieron por él. Estoy seguro de que podría haber llegado a los cincuenta, pero he leído en alguna parte que un caballero jamás regatea.
Luego, por la noche, estuve bebiendo con los amigos hasta las dos de la madrugada. Ahora tengo resaca, y no puedo quitarme de la cabeza la imagen de Angelito sentado a la puerta del chino de la Gavidia, posando como si fuera el dueño del establecimiento ante la mirada un tanto asombrada de la dependienta. Esta imagen, y la del Polo abandonado en el cementerio de automóviles.
(Es así como vamos fabricando nuestros recuerdos para futuras veladas.)

martes, 17 de agosto de 2010

Recuerdos del ferrocarril de Kalda

El calor asombroso que dejé en Sevilla. El aire cargado de humedad de este pueblo de la costa gaditana en el que veraneo (con higiénicas interrupciones) desde hace veintitantos años. El resultado es en ambos lugares el mismo: sudo, no paro de sudar, sudo como dicen que sudan los condenados a muerte cuando en el último momento les conmutan la pena capital por un, así llamado, veraneo en familia perpetuo.

En el patio, al atardecer, mientras mi hijo y mi sobrino se ejercitan en las artes marciales, me abstraigo escuchando Una carezza in un pugno.
¿Adónde me lleva la voz de Celentano? No aquí ni a este tiempo, desde luego. No a este hombre que suda y escribe por no tener nada mejor que hacer, sino a otro hombre, más joven, más liviano, con un porvenir más ancho y menos predecible. Altro uomo, en definitiva.

Leo a escondidas de mi hijo fragmentos de La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro y la novelita Dos crímenes del mexicano Jorge Ibargüengoitia. Ribeyro reaviva en mí mi viejo anhelo de vivir en París durante una temporada para dedicarme a jugar al escritor latinoamericano en ciernes. Bistrots del barrio latino, bouquinistes del Sena, pobreza estimulante, mujeres francófonas con un elevado sentido de la bohemia, buhardillas atestadas de humo de Gauloises en las que siempre suena de fondo el saxo de Charlie Parker. Recorrer, en fin, todos los tópicos, sin dejarme atrás ni uno. Y por supuesto, no escribir una sola línea.
Y luego Jorge Ibargüengoitia, con su Amalia y su Lucero. Inolvidables, las dos, por tantas razones.

Llega a mi casa gente sedienta. Nunca beberán lo suficiente, siempre les quedará algo de sed. La Casa de la Sed Insaciable, así debería rezar el azulejo de la entrada a modo de severa advertencia para las visitas.

Cajas de cerveza, sombrillas, bolsas, toallas... Me paso el día acarreando cosas de acá para allá, bajo un sol implacable que me hace sudar de lo lindo. En un alarde de ingenio infantil, mi hijo ha dado en llamarme el Viejo Cargador, mote con el que me temo que tendré que cargar hasta el fin de mis días. De mis días útiles, se entiende.

Mientras camino arrastrando armoniosamente los pies por la mal llamada calle Sierpes, descubro una librería en la que para mi sorpresa no sólo venden revistas de sudokus y recetarios de cocina, sino también libros. Después de bichear un rato, me decido por Dietario voluble de Vila-Matas, cuya amistosa y extrañamente familiar voz me acompañará durante tres calurosas noches.

La playa es el infierno. Esta verdad tan simple no es, sin embargo, evidente. Allí donde sólo encontramos incivilizada arena, calor sofocante, toneladas de gente maleducada y agresiva y mil incomodidades más, tendemos a pensar y aun a sentir que "lo estamos pasando estupendamente". Tal vez sea porque pagamos por todo eso. Y cuando a uno le cobran por estar en el infierno, inmediatamente llega a la conclusión de que se encuentra en el paraíso.

Tirado en la cama a la hora de la siesta, me pongo a ver en el portátil la versión de Crimen y castigo del cineasta finlandés Aki Kaurismäki. Al cabo de un cuarto de hora me quedo dormido. Cuando despierto las imágenes han desaparecido de la pantalla y ya sólo quedan en el aire las voces calmosas, oscuras, irrefutablemente finlandesas. No es casualidad (¿quién cree todavía en las casualidades?) que, ya de noche, lea en Dietario voluble una entrada sobre Finlandia y los finlandeses en la que además se habla de la obra de Kaurismäki. Para Vila-Matas, las películas de Kaurismäki "deprimen al más optimista". Yo no sé si las películas de Kaurismäki son o no son deprimentes. Yo no puedo opinar. Es que, como ya he dicho, me quedé dormido.

En la pared del estanco un inesperado collage llama mi atención. Se trata de una página del ABC (edición de Andalucía) del 3 de septiembre de 1961 en la que alguien ha pegado un retrato de Kennedy recortado de una revista ilustrada de la época; a la izquierda de Kennedy, una noticia cuyo titular dice: Kennedy regala un carrito de mano a una niña paralítica española. Completan el cuadro tres fotografías en blanco y negro pegadas al buen tuntún sobre la página del periódico, que muestran en diversas poses y desde distintos ángulos, sola o rodeada de sonrientes y satisfechos familiares, a una feliz niña paralítica española montada en el carrito de mano que le acaba de regalar el mismísimo JFK.
Mientras examino el collage a la espera de que me despache la muchacha del estanco, me surge un sinfín de preguntas: ¿Qué relación tiene la niña paralítica con el estanco? ¿Será tal vez la niña paralítica, convertida ya en una señora de alrededor de sesenta años, la invisible dueña del establecimiento? ¿Es tal vez la madre o la abuela o la tía o la tía abuela de la muchacha que en este preciso momento pone sobre el mostrador dos paquetes de luckies al alcance de mi mano? ¿Cuánto costaba un carrito de mano el año sesenta y uno? ¿Tanto costaba entonces un carrito de mano que entre todos los parientes de la niña no pudieron comprarlo? ¿Y cómo supo Kennedy que aquella niña paralítica española necesitaba un carrito de mano -cuyo manubrio le vemos accionar en una de las fotografías- para que su felicidad fuera completa? ¿Por qué tuvo que ser Kennedy quien le comprara el carrito a la niña, y no Franco? ¿No tenía dinero Franco? ¿Era insensible Franco a las desgracias y carencias de una niña paralítica española? Etcétera, etcétera. Preguntas que quedarán sin respuesta, puesto que jamás me atreveré a preguntarle a la muchacha del estanco: Niña, ¿y esto de Kennedy, qué es?

domingo, 25 de julio de 2010

Crónica judicial

Si vuelves a decir por ahí que te debemos dinero, te arranco la cabeza, le había dicho el mayor de los dos hermanos a aquel pobre diablo, porque era un pobre diablo, el denunciante, no había más que verlo sentado en el banco con las rodillas juntas y la cara escondida entre las manos. Y luego te echamos al arroyo, había añadido el menor para rematar la faena. Después del denunciante le tocó declarar al mayor de los hermanos y enseguida reconoció los hechos. No tuvo que esforzarse mucho el abogado de la acusación para sacarle una confesión. Lo dije en un arrebato, se excusó mi cliente, cosas que se dicen sin pensar, nunca he querido arrancarle la cabeza a nadie, por Dios. Luego declaró el menor, y tal y como habíamos acordado momentos antes de entrar en la sala, lo negó todo. Que nunca lo había amenazado, que no era cierto que le hubiera dicho que lo iba a echar al arroyo, yo qué voy a decir eso, hombre (al abogado de la acusación), que sólo lo llamó por teléfono para preguntarle qué le había pasado con su hermano, para mediar, dijo. Justo en ese momento, como si las palabras que acababa de pronunciar mi cliente le hubieran producido unas náuseas incontenibles, el denunciante empezó a dar arcadas. Un ruido repulsivo, lamentable, verdaderamente insoportable. Dejé en suspenso el interrogatorio y me puse a mirar al pobre tipo; luego miré a la jueza, una muchacha gordita y simpática que a su vez miraba al secretario como si esperara de él alguna cosa; luego miré a los dos hermanos, el menor todavía de pie en el centro del estrado sin saber muy bien qué hacer y el mayor sentado en el banquillo y mirando con asco y odio al denunciante. Salga, salga si se encuentra mal, dijo al fin la jueza. El tipo se levantó del banco y sin dejar de dar arcadas, tapándose la boca con las manos y caminando encorvado como un simio grande herido de muerte, salió de la sala de vistas. ¿Está enfermo tu cliente?, le pregunté a mi colega con toda inocencia. A veces sufre ataques de ansiedad, explicó. Vaya, dije yo. Desde el patio que hace las veces de sala de espera nos llegaban amortiguados los gemidos guturales del denunciante. Silencio expectante. Cabezas agachadas. Si me lo permite, señoría, voy a ver qué le pasa, dijo al cabo de un rato el abogado de la acusación. Sí, vaya a ver, dijo la jueza. Unos segundos después, muy poco tiempo, la verdad, menos tiempo del necesario para que aquello resultara creíble, el abogado regresó a la sala de vistas seguido de su cliente, que se limpiaba la boca con un pañuelo. ¿Está usted mejor, podemos continuar?, preguntó la jueza, muy preocupada, la mujer. Sí, sí, dijo el tipo con una vocecita que daba lástima, discúlpeme, es que a veces sufro ataques de ansiedad.
Siguió, pues, el juicio. El abogado del denunciante pidió que condenaran a mis clientes a sendas multas de no sé cuántos euros. Poco me pareció. Luego llegó mi turno. Solicité la libre absolución de mis clientes, como es natural, aunque me entraron ganas de suplicar que los condenaran a galeras, tanto me fastidian esos dos liantes. A continuación dije las tonterías que suelen decirse en estos casos: versiones contradictorias y presunción de inocencia para el menor de los hermanos, animus iocandi e intervención mínima del derecho penal para el mayor. En fin, la cháchara habitual que nadie escucha, excepto los clientes, los que pagan o deberían de pagar por ver a su abogado encaramado a un sillón tapizado de terciopelo rojo, con la toga que tanta impresión les hace, soltando su perorata.
Acabado mi informe, la jueza pronunció la frase ritual: visto para sentencia. A la salida de la sala de vistas le estreché educadamente la mano al abogado de la acusación. Ya en la calle, el mayor de los hermanos me preguntó: ¿cómo he estado? Te condenarán, fue mi respuesta. Y dirigiéndome al menor: a ti te absolverán.

domingo, 11 de julio de 2010

La Zona, 1991

Para conjurar el agobiante calor de estos días y la nostalgia de quien sabe que lo bueno ya pasó, nada mejor que recordarme pasando frío y con veinte años menos a las espaldas. Abrigados y jóvenes forever, así aparecemos, yo y mis amigos, en esta fotografía tomada con una Zenit primitiva una tarde de invierno de 1991 en algún lugar de La Zona. A la derecha podemos ver a un joven stalker, soltero y sin deudas, accionando una rueda.

miércoles, 23 de junio de 2010

Cómo se comporta un humano en pantera

Esta es la modesta historia de un tipo o tipa de Cleveland, Ohio, hispanoparlante o con algún conocimiento de la lengua española, que, si contadorwap.com no miente, a las 00.54 horas del 22 de junio de 2010 (GMT+01:00) le dio por teclear en la barra de búsqueda de Google la siguiente frase:

como se comporta un humano en pantera

No ante una pantera o frente a una pantera, sino en pantera. Bueno. Así escriben en Cleveland y yo no tengo nada que objetar. El caso es que veintitrés centésimas de segundo más tarde nuestro hombre o mujer de Cleveland (digamos, por comodidad, un hombre) tuvo a su disposición, por cortesía de Google, algo así como siete mil ochocientas ochenta respuestas a su pregunta. O dicho de otra manera y en el idioma del Imperio:

About 7,880 results (0.23 seconds)

Lo que es una barbaridad, se mire por donde se mire.
Entre tantos results, el tipo de Cleveland fue y escogió lo primero que se le puso a tiro, o sea, que hizo clic, miren ustedes lo que son las casualidades, en

El hombre que vio a la pantera [ Translate this page ]
El hombre que vio a la pantera ... A veces se comporta como si llenara el universo entero; se planta en ...
elhombrequevioalapantera.blogspot.com/ - Cached - Similar

y de un ciego y felino salto cruzó el Atlántico y se plantó en este blog, donde a buen seguro no pudo hallar nada que lo ilustrara acerca de cómo se comporta o debe de comportarse un humano de Cleveland en el improbable caso de que se vea atacado por una pantera mientras, pongamos por caso, pasea de noche por los alrededores del río Cuyahoga. (Esto del río Cuyahoga lo acabo de leer en la Wikipedia, no soy tan erudito, qué se habían creído.)
Decepcionado, sintiéndose estafado tal vez, el hombre de Cleveland optó por largarse del blog sin hacer comentarios. Sin embargo, nos dejó su tarjeta

00:54 76.189.124.94 (Road Runner)
¿Nueva visita? NO con resolución 1600x900x32
Cleveland (Ohio) - United States con idioma: en-us
Llegó desde: http://www.google.com/search?hl=en&rlz=1T4ACEW

en la que podemos leer con estupor (a mí desde luego me deja estupefacto) que NO es la primera vez que nos visita.

Y para finalizar esta absurda historia, para hacerla aún más absurda si cabe, pongo ahora aquí una bonita foto del río Cuyahoga en llamas. Capricho que puede interpretarse, si así se quiere, como un guiño al amigo Jordi y a su excelente blog, mucho más entretenido que éste, dónde va a parar.
  

sábado, 12 de junio de 2010

La ofensa (based on a true dream)

Bueno, el caso es que estábamos en El Traga, miren ustedes por dónde, tomándonos la enésima cerveza de la noche. Yo estaba de pie delante de él y él estaba sentado en un banco hablando con Cobos, cuando de golpe se me ocurrió aquella estupidez, una tontería, como verán. Dejé el vaso en la barra y me dio por pensar que mis brazos eran dos trozos de carne muerta, no sé por qué, pero eso fue lo que imaginé; me incliné hacia él y con los brazos colgando delante de su cara empecé a agitarme como un idiota, se me iban de un lado a otro, los brazos, cada vez con más fuerza, cada vez más separados del cuerpo (él seguía a lo suyo y hacía como si no se diera cuenta de nada), y en una de esas le golpeé en la cara sin querer. Fue apenas un golpecito en la mejilla con la punta de los dedos, no le dolió, de eso estoy seguro, no le quedó marca ni señal alguna, verdad es que tenía la cara colorada, pero yo creo que era por culpa del alcohol y del calor que hacía en la taberna, en fin, una nadería, pero él se enfadó mucho, muchísimo, como si yo le hubiera mentado a la madre, reaccionó, a mi entender, de una manera absolutamente desproporcionada, juzguen ustedes si no. Se puso teatralmente la mano en la mejilla, levantó la cara y me miró con mucho desprecio, no sabría decir cuánto desprecio y odio había en aquella mirada suya. Inmediatamente me sentí cortado, le pedí disculpas y sonreí tratando de quitarle importancia al asunto (en realidad no tenía la menor importancia, como veo ahora claramente, todos estábamos un poco empuntados y él mismo había bebido tanto como el que más). Sin embargo, no se quedó satisfecho con mis disculpas, no le pareció oportuno dejar las cosas como estaban. Me miró con odio y desprecio, como queda dicho, ofendido hasta el alma, y me dijo en voz bien alta para que todos pudieran oírlo: No eres más que un borracho, ¡un borracho molesto e impertinente! Me quedé estupefacto. En ese momento no supe qué decir ni qué hacer. Miré a mi alrededor buscando, no sé, alguien que intercediera en mi favor, un amigo que pusiera fin a aquella situación tan embarazosa con una carcajada y un par de palmaditas en la espalda. Al fin y al cabo éramos amigos de toda la vida, ¿no? Pero nadie hizo ni dijo nada. Ramírez y Cobos se pusieron a beber cara a la pared; Ribas, desde la barra, miraba al suelo con las cejas arqueadas y meneando la cabeza. Todos callados como perros. No sé qué me dolió más, si el insulto de X o el silencio de los otros.
El resto de la noche transcurrió del modo que cabe imaginar. Yo, abochornado y en cierto modo ofendido, me limité a seguirlos de bar en bar sin despegar los labios excepto para beber (debí beber mucho aquella noche). Los demás hablaban entre ellos sin hacerme caso. A eso de las tres de la madrugada me despedí de Ribas, Cobos y Ramírez. A él no quise ni mirarlo. Cogí un taxi en la avenida y me acuerdo de que durante el trayecto apenas podía contener las náuseas, sentía arcadas por todo lo que había bebido y por todo lo que me había tenido que tragar. El taxista conducía como un demente, parecía que tenía mucha prisa aquel hijo de puta, pero me guardé mucho de decirle nada. En un santiamén estuve frente al portal de mi casa. Pagué, salí del taxi como pude y me fui dando tumbos hacia el portal. La cabeza me daba vueltas y estaba tan furioso conmigo mismo, me odiaba tanto, tanto, que me habría arrancado la cara a pellizcos en plena calle. Mientras buscaba las llaves en el bolsillo del pantalón me acordé, qué curioso, de aquella cajita con plumas estilográficas que me había regalado mi tío Rafael hacía años y que me dejé olvidada en un taxi el mismo día que me la regaló. Me dio mucha pena acordarme de la cajita y de las plumas. Unas plumas viejas, manchadas de tinta seca, que no valían nada y que no he vuelto a ver.

martes, 25 de mayo de 2010

Once primos

Tengo once primos.
El primero es, sencillamente, un hombre sin voluntad. ¡Saber lo que se quiere y lanzarse sobre ello! ¡Apuntar y disparar! Ahí hay un camino para la felicidad que siempre le estará vedado a mi primo.
El segundo desconoce su verdadero tamaño. No sabe medir el espacio que ocupa. A veces se comporta como si llenara el universo entero; se planta en mitad de la habitación, despliega los brazos y se lanza a perorar con una voz tan poderosa y avasalladora que uno no puede sino asentir en silencio, un tanto intimidado, a todo cuanto dice, aunque en el fondo no diga más que disparates; otras veces, en cambio, se sienta en un rincón del sofá y allí permanece encogido y mudo durante horas, como si se sintiera a punto de desaparecer. Tal es su naturaleza, y nosotros hemos aprendido a quererlo así.
El tercero tiende a dar la razón a todo el mundo sólo por no discutir. Detesta y rehúye las disputas. La sola idea de luchar por algo lo pone al borde del colapso nervioso. Es una criatura pacífica y apocada de la que realmente no se puede esperar gran cosa.
El cuarto es un gran adulador. Adula, no porque persiga algún beneficio material, es la persona más desinteresada que conozco, sino para desarmar a su interlocutor y volverlo inofensivo. Tal estrategia le ha permitido granjearse muchas simpatías, pero a mí su conducta me parece detestable. Sobre todo, porque no saca verdadero provecho de ella.
El quinto es muy inteligente y culto y, a su manera, una persona encantadora; todos nosotros le augurábamos un gran porvenir. No obstante, carece de instinto asesino. Le disgusta matar y prefiere sacrificarse antes que sacrificar a alguien en su provecho. Suelo decirle, para picarlo, que nunca llegará a nada en la vida, pero él se sonríe y agacha la cabeza, como si quisiera darme a entender que precisamente eso es lo que espera de la vida: no llegar a nada, ser pura nada. Veo en esto una fatídica consecuencia de su inteligencia superior.
El sexto es extraordinariamente vago. No trabaja, no hace absolutamente nada, a sus cuarenta años aún vive de sus padres sin que por ello dé muestras de sentir remordimientos. Es, por decirlo sin rodeos, la vergüenza de la familia. Pero la verdad es que me cae bien, tal vez porque encarna mejor que cualquiera de nosotros el verdadero espíritu familiar. Por otra parte, es el más atractivo de todos mis primos, y si algún día se lo propone, no le faltará una mujer que lo mantenga.
El séptimo es muy orgulloso. Tanto, que preferiría morirse de hambre antes que pedirnos un favor, por insignificante que fuera. Se díría que no quiere deberle nada a nadie. Nunca toma nada que no pueda devolvernos duplicado. Además es rencoroso en grado superlativo. Jamás olvida una afrenta, aunque se guarda muy bien de decirlo. Es un hombre de trato difícil al que hay que dejar en paz.
El octavo es obsequioso de una manera enfermiza. De este defecto no son pocos los que sacan provecho. Vive rodeado de vampiros que le chupan la sangre y que tarde o temprano lo llevarán a la ruina. Cuando esto suceda, nosotros, sus primos, no le daremos de lado; de eso puede estar seguro.
El noveno es tan frágil y pobre de espíritu que la más leve brisa puede tumbarlo. Un comentario desfavorable, una broma ligeramente malintencionada, una pequeña humillación o un mal gesto pueden hacerle perder el sueño y sumirlo en un estado febril. Definitivamente, no ha nacido para soportar los golpes de la vida.
La tendencia al exhibicionismo sentimental de mi décimo primo me resulta repulsiva. Tan pronto se pone a llorar a gritos como rompe a reír a carcajadas sin control alguno, o bien te pega la boca al oído para hacerte una confidencia inoportuna, una fea costumbre que me enerva. Cada cierto tiempo nos reúne en su casa con la única intención de contarnos con todo detalle sus intimidades, sus aventuras eróticas, sus deseos, sus angustias, sus miserias. En tales ocasiones no es raro que se me enrojezca la cara de vergüenza ajena y acabe por abandonar la reunión con cualquier excusa.
Mi undécimo primo ama al dinero sobre todas las cosas. Sin embargo, no tiene el menor talento para hacer dinero, lo cual es muy lamentable. La cosa puede resumirse así: él ama al dinero, pero el dinero no lo ama. Vive en la miseria, inmerso en sueños de riqueza y abundancia e ideando con maniática perseverancia fabulosos proyectos que, según dice, lo harán rico de la noche a la mañana. Pero cada vez que emprende un negocio se puede tener la certeza de que el asunto acabará mal. Lo siento por sus hijos, que terminarán pagando los delirios y la incapacidad de su padre.
Estos son mis once primos.

sábado, 8 de mayo de 2010

La visita

El tipo hablaba y hablaba. Y yo lo escuchaba, lo escuchaba con gran atención, me bebía sus palabras, como suele decirse. Con el torso recto y las manos sobre la mesa y la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado como he visto hacer a los indios cuando quieren mostrarse respetuosos y pacientes: así estuve durante una hora, ¡tal vez dos!, escuchando, escuchando. Escuchando a aquel tipo y mirándole los dientes. Los dientes blanqueados y un poco torcidos hacia dentro que tanto le gustaba enseñar mientras hablaba.
¿Y de qué hablaba, si puede saberse?
¿Que de qué hablaba? ¡Pues de sí mismo, naturalmente! Y lo hacía sin modestia alguna y con mucho desparpajo, sin escatimarse elogios, cosa que siempre me produce un poco de vergüenza ajena. Yo, yo, yo, decía. Siempre él, él, él, y a su lado lo excelente. ¡Nada de mediocridades! Excelentes colegios, excelente universidad, excelentes relaciones, excelentes empleos. Me hizo un bonito resumen de su biografía. No había desperdiciado un solo segundo de su vida. Había llevado los negocios familiares, ejercido la abogacía, salvado empresas de la ruina, enriquecido patrimonios, dado conferencias aquí y allá, dirigido campos de golf, clubes náuticos, navieras, volado incesantemente de Sevilla a Madrid, de Madrid a Barcelona y de Barcelona a Bruxelas (los ojos se le iban al techo cuando evocaba con melancólica ternura las horas muertas que había pasado en los aeropuertos leyendo a John Grisham o estudiando mercadotecnia). Uno quedaba agotado sólo con oírle contar todo aquello. Aquella agitación, aquel frenesí que no se permitía un sólo día improductivo. Al hombre le daba pánico estarse quieto. Había hecho dinero, ¿por qué ocultarlo?, una pequeña fortuna que había invertido en inmuebles y...
Y entonces ¿qué coño hacía allí, en una triste oficina de pueblo, hablando con un don nadie?
-Es una suerte, una verdadera suerte para nosotros haberte conocido -le dije (¡ah, qué zalamero puedo llegar a ser cuando quiero!); intuía que aquel hombre deseaba desesperadamente ser admirado (era su manera de sentirse querido) y nada me costaba darle ese gusto-. Pero, en fin... Esta es una empresa modesta... No sé de qué modo...
-Todo aquello se acabó hace dos años -dijo abruptamente. Ahora debo tomarme las cosas con calma. Sólo proyectos sencillos -la palabra proyecto era una de sus favoritas; aquel tipo no trabajaba, proyectaba-, ya no puedo permitirme... Mi médico...  
Entonces me explicó cómo aquella luminosa sucesión de éxitos había acabado por deshacerse, a los cuarenta y cinco años, en dos anginas de pecho y la subsiguiente paga de la seguridad social. La rueda lo había lanzado afuera y el tipo se había estampado contra el suelo. La rueda. Sí, la rueda. Me contó una anécdota acerca de la rueda, una anécdota que puede recordarse con facilidad porque en ella aparecen un amor de juventud, un viaje en tren, un anciano sabio y, cómo no, la rueda. Resumo: el hombre había tenido a los veintipocos años una novia que vivía en Madrid a la que iba a ver en tren cuando, cosa rara, disponía de un par de días libres. En uno de aquellos viajes en tren se sentó a su lado un señor mayor que resultó ser don Fulanito ("tú habrás oído hablar de él", me dijo; "cómo no", le dije yo), un importante abogado, según me explicó, que trabajaba para no sé cuantas empresas y que se pasaba la vida yendo de consejo de administración en consejo de administración. En el largo viaje en tren el viejo tiburón le contó muchas cosas, pero lo que al tipo se le quedó grabado para siempre en la cabeza fue aquello de la rueda. "A la rueda puedes subirte o no, pero lo que nunca podrás hacer es marcarle el paso a la rueda". Eso le dijo el viejo, camino de Madrid, y eso fue lo que él guardó para siempre en su cabeza. Es la rueda la que te marca el paso a ti, me decía levantando el dedo y enseñando los dientes con amargura. La rueda, la rueda te marca el paso. Y tú podrás aguantarlo. O no.
Así que la rueda. Bien.
-¿Y de qué manera querrías colaborar con nosotros? -dije yo exagerando la prudencia, sabiendo que nada bueno podía esperarse de un tipo quemado que sólo aguardaba la menor oportunidad de volver a encaramarse a la dichosa rueda, aunque le costara la salud. Tenía mono de rueda, aquel hombre.
Entonces sacó de un maletín que traía consigo un ordenador portátil y me mostró una presentación, como suele decirse, de la empresa para la que trabajo (con sus más y sus menos, con sus luces y sus sombras, dicho sea de paso), una presentación que había hecho sin que nadie se la hubiera pedido, en su casa, para entretenerse, dijo, una especie de obsequio: cielos anaranjados en los que flotaba el logotipo de la empresa, relucientes paneles fotovoltaicos, niños corriendo por el campo, las palabras renovable, sostenible, compromiso, calidad, bailando de un lado a otro de la pantalla y subrayadas en amarillo "para imprimirles vigor", decía. "Muy bien, muy bonito", decía yo. Y también: "ajá, ujú, hum", para hacerle ver cuánto me gustaba su presentación, lo bonita que era y lo bien hecha que estaba aquella presentación que cualquier niño de doce años habría podido hacer en media hora recortando fotos y pegándolas aquí y allá, a la buena de Dios. "Compromiso y calidad, ajá", decía yo muy serio, muy en mi papel. Y el hombre iba explicándome, como si no se diera cuenta de nada, ni del bochorno que yo sentía ni de lo absurdo y deprimente que era todo aquello, ni del poquito de compasión que a esas alturas había empezado a sentir por él, los arcanos que al parecer se escondían detrás de aquellas simplezas de escolar.
Acabada aquella confusión de palabras danzantes y cielos tétricos (¿por qué cielos anaranjados en vez del límpido y clásico cielo azul?), el hombre cerró el portátil, no muy seguro del efecto que aquello había producido en mí. Por primera vez lo vi dubitativo, un poco cortado. Era mi oportunidad. Le tendí la mano, le mostré los dientes (también yo sé hacerlo llegado el caso) y le dije que había sido un placer conocerlo, que no debía haberse tomado tantas molestias, etcétera. Lo acompañé hasta la puerta de la oficina.
Este va a volver, me dije. No sé para qué; ni él mismo lo sabe. ¡Pero la rueda, ay, la rueda! ¿Quién se resigna a no subirse más a la rueda?

domingo, 18 de abril de 2010

LA INTERPRETACIÓN DE LOS SUEÑOS

Anoche soñé que las tuberías del cuarto de baño reventaban a causa de la excesiva presión del agua; toda la casa, a excepción del dormitorio de mi hijo, quedó inundada en apenas unos minutos. Inmediatamente culpé de aquel desastre a mi vecino de abajo, sin razón alguna, simplemente porque no lo soporto. Desperté con dolor de cabeza, miré el reloj y vi que eran las tres de la madrugada. Entonces me dije: tu casa es tu cuerpo, las tuberías son las arterias; ¡debes vigilar la presión sanguínea!
Esta mañana el vecino de abajo ha cortado el agua para poder instalar un grifo en el patio.

domingo, 11 de abril de 2010

EL HOMBRE DE LA MASCOTA (V)

El hombre de la mascota tiene nombre y apellidos, puesto que el hombre de la mascota es real, no está de más recordarlo, aunque a veces, por culpa del tono literario o pseudoliterario o pretenciosamente literario de estas notas (es una vergüenza, pero no consigo decir las cosas de otro modo), pueda parecer lo contrario: yo mismo, al releerme ("hasta yo me releo a veces, y entonces bicarbonato", decía el mismísimo Cortázar), he llegado a dudar de la realidad del hombre de la mascota. Como hombre real que es, tiene, repito, nombre y apellidos, y lo que aquí me interesa decir es que ese nombre y esos apellidos fueron una vez (¡una sola y preciosa vez!) escuchados e inmediatamente olvidados por alguien que, tan pronto como escuchó y olvidó, se apresuró a contarme lo que yo ahora trataré de contar aquí casi un año después; no pudo memorizar el nombre y los apellidos, como digo, aunque es de suponer que esta persona que escuchó el nombre y los apellidos del aquí llamado hombre de la mascota los escuchó con suma atención, toda la atención que pudo ser capaz de prestar cuando de golpe y para su sorpresa reconoció al hombre (no sólo yo he reparado en su existencia, cualquiera que tenga ojos en la cara puede hacerlo) y se extrañó de verlo fuera de su puesto y en un lugar (colegio electoral del distrito de Nervión) aparentemente muy poco propicio para un encuentro con el hombre de la mascota. De modo que esta persona, de cuyo relato no puedo dudar, reconoció al hombre tan pronto como lo tuvo frente a sí, se extrañó de verlo allí, en un colegio electoral, con su mascota y su bastón y una papeleta electoral en la mano, se extrañó y se emocionó y se dijo: así que el hombre de la mascota vive en Nervión y todos los días viene de Nervión al centro para ocupar su puesto. Y cuando el hombre de la mascota, como el hombre real que es, puso sobre la mesa su carnet de identidad y pronunció su nombre y apellidos, esta persona, mi corresponsal, por así decirlo, pudo oír claramente su nombre y apellidos pronunciados por el hombre mismo, pero no fue capaz de memorizarlos, y aunque, según me dijo, tuvo la intención de anotarlos en un papel mientras aún resonaban en su cabeza, por timidez o vaya usted a saber por qué no se decidió a hacerlo. De esta manera se perdió la oportunidad de saber el nombre y apellidos e incluso, con un poco de atrevimiento y astucia, el DNI del hombre de la mascota. Lo que tal vez quiera decir que el hombre de la mascota se resiste a dejarnos pruebas de su realidad, o que quienes nos hemos fijado en él y en su singular manera de pasar los días nos negamos la posibilidad, de una manera instintiva y subconsciente, de saber algo más de este hombre.

jueves, 8 de abril de 2010

EL HOMBRE DE LA MASCOTA (IV)

El hombre parecía inquieto. Abría y cerraba la boca como si le faltara el aire o como si quisiera decir algo y no se atreviera a decirlo o sencillamente no supiera qué decir. Se quedaba un rato con la boca abierta, después la cerraba y tragaba saliva, luego volvía a abrirla; no paraba de mover nerviosamente las piernas (estaba sentado) y de retorcer con ambas manos el puño del bastón. Nada que ver con el hierático e impertubable personaje que ha sido durante años y al que ya nos habíamos acostumbrado. Aquel desasosiego, nuevo e inesperado, era de lo más preocupante; me dio la impresión de que el hombre estaba enfermo, y de golpe y por vez primera tomé plena conciencia de su vejez. Al pasar junto a él, caminando despacio y fingiéndome un transeúnte más (fingiendo, porque en ese momento yo no era, como es fácil de entender, un transeúnte más), mi mirada se cruzó con la suya. Duró una milésima de segundo, en seguida desvié la mirada hacia otro lado, pero para mí aquella milésima de segundo fue, lo juro, un instante pavoroso. Por nada del mundo volvería a hacerlo. Mirarlo así, a los ojos. No, nunca más.
Lo que aquí me cuento ocurrió unos días antes de Semana Santa. Desde entonces no he vuelto a ver al hombre de la mascota. Ahora tengo negros presagios. Uno no puede saber cuándo será la última vez que vea al hombre de la mascota, y desde que comencé estas notas, hace casi dos meses, cada vez que lo veo (al menos lo he visto en tres ocasiones desde entonces, y no todos los días paso por la plaza del Duque) tengo miedo de que esa vez sea la última. No quisiera escribir más sobre este asunto, como no sea para decir, tranquila y simplemente, que estoy contento porque he vuelto a verlo.

viernes, 26 de marzo de 2010

PETERSBURGO / CRIMEN Y CASTIGO

Mientras leo Petersburgo no puedo dejar de pensar que, en realidad, lo que me gustaría estar leyendo ahora, en este preciso momento, es Crimen y castigo. Con mucho gusto cambiaría ahora mismo a Nikolái Ableujov por Raskolnikov (cosa imposible, puesto que el único ejemplar de Crimen y castigo que he poseído en mi vida se lo presté hace muchos años a un amigo, que aquí llamaré X, y lo di por perdido desde el mismo instante en que pasó de mis manos a las suyas). Raskolnikov era todo un hombre, así lo recuerdo, y este Ableujov no es más que un fantoche. No quiero decir con esto que Petersburgo sea una mala novela, Dios y Nabokov me libren, o que no me guste Petersburgo; sólo digo que en este momento y lugar (aquí, en mi casa, en mi butaca, a las once de la noche) me apetece mucho más leer Crimen y castigo, y que si tuviera a mano un ejemplar de esta novela, me pondría a leer Crimen y castigo de inmediato y dejaría Petersburgo para una mejor ocasión, que seguramente la habrá. Me acuerdo ahora de la ilustración que aparecía en la cubierta de aquel ejemplar de Crimen y castigo que hace tantos años le presté a mi amigo X (e inmediatamente perdí para siempre): un tipo siniestro y andrajoso con largas barbas a lo Rasputín que sostenía un hacha ensangrentada en la mano: Raskolnikov, sin duda. Mi amigo X hubiera podido pasar por un personaje de Dostoievski. Se pasaba el día en el sofá, leyendo y fumando un ducados detrás de otro o dando cabezadas, inmerso en su mundo (como yo y como todos, aunque de una manera más notoria y absoluta), atiborrado de pastillas, mientras su mujer cosía como una posesa para mantener a la familia (aquel salón de su casa siempre repleto de piezas de tela y el ruido incesante de la máquina de coser, recuerdo). Fumo demasiado, solía decirme como disculpándose (hablaba lentamente, sin inflexiones, y empezaba y acababa las frases con un largo y angustioso suspiro), pero yo le decía que no se preocupara, que fumara todo lo que diera la gana, total. X tenía alrededor de cuarenta años y yo quince o dieciséis, él era esquizofrénico y yo no, pero la diferencia de edad y su enfermedad no nos impedían tratarnos como verdaderos amigos. Un día, después de pasarse un buen rato mirándose con mucho interés en el espejo del recibidor, me preguntó, sin asomo de estar bromeando: ¿No crees que me parezco a Jesucristo? Mi amigo pesaba más de ciento veinte kilos, tenía una barriga enorme y una cara grande y extraordinariamente redonda, y se estaba quedando calvo. No, no te pareces a Jesucristo, le dije. Si acaso, a Buda. ¿Y si me dejara la barba?, insistió, pasándose lentamente la mano por la papada. Mejor no, le dije, y ahí quedó la cosa. X tenía muchos libros (a mí me parecían muchos), leía mucho, como ya he dicho, y su mujer pensaba que la lectura no le hacía bien. Cuando su mujer vio la cubierta de Crimen y castigo, aquel Raskolnikov con su hacha ensangrentada, hizo una mueca de disgusto, pero no dijo nada. Yo sabía que no recuperaría mi Crimen y castigo, sabía que, pasado algún tiempo, mi amigo se olvidaría de que el libro no era suyo, sino prestado, y yo no encontraría la manera ni el momento de recordárselo y pedirle que me lo devolviera. No me importaba, la verdad, porque le tenía aprecio a mi amigo y de alguna manera quería corresponder a sus regalos. Me había regalado El oro de los dioses de von Däniken, que leí con avidez y entusiasmo, y algún otro libro más que no recuerdo ahora. ¡El oro de los dioses! ¡Qué maravilla para mis quince años!
Mi amigo X murió joven, no llegó a los cincuenta. Su hijo me dijo, poco después de la muerte de mi amigo, que su padre había tenido mala suerte en la vida. Mala suerte. No sé. No creo que se tratara de mala suerte. En mi memoria lo veo sonriendo con su cara de alucinado, fumando con avidez y con mi ejemplar de Crimen y Castigo en la mano, como si no supiera muy bien qué hacer con él.

sábado, 20 de marzo de 2010

EL HOMBRE DE LA MASCOTA (III)

Antes el hombre de la mascota no estaba en la plaza del Duque, sino en la Campana. En la Campana, en la esquina del Tropical para ser más preciso, estuvo plantado durante quién sabe cuántos años, muchas horas al día, sin molestar ni ser molestado por nadie y bien visible. El Tropical (dicho así, El Tropical, ¿qué otra cosa puede ser excepto un bar?) cerró a finales de los ochenta, y en su lugar pusieron una tienda de ropa que se llamaba Solana. Pudo pensarse entonces que con la desaparición del Tropical desaparecería también el hombre de la mascota. Pero el hombre no pertenecía al Tropical, como pronto se supo, sino a la esquina, a la esquina del Tropical o a la esquina de Solana o a la esquina de lo que vendría después de Solana, otra tienda de ropa que se llamaba Blanco, según creo, y en esa esquina siguió plantado, discreto, silencioso y puramente contemplativo, durante muchos años más. Así, hasta que hará cosa de unos cinco o seis años (cinco o seis años son nada) decidió mudarse a la vecina plaza del Duque. Por qué se mudó allí al cabo de tantos años de fidelidad a una esquina concreta de la Campana es para mí un misterio; tal vez el hombre ya no estaba seguro de sus fuerzas, las piernas empezaban a fallarle después de tantos años de estar de pie y se vio forzado a buscar un nuevo emplazamiento en el que, llegado el caso, pudiera sentarse. Cosa que finalmente ha sucedido, como puede verse en la fotografía que puse aquí hace unos días. Allí está sentado, pero sus ojos miran, siguen mirando a la Campana.

domingo, 14 de marzo de 2010

sábado, 13 de marzo de 2010

EL HOMBRE DE LA MASCOTA (II)

Hoy he vuelto a ver al hombre de la mascota. Hacía tiempo que no sabía nada de él, incluso llegué a pensar, supersticiosamente, que no volvería a verlo. El caso es que el hombre de la mascota estaba esta mañana otra vez en su sitio, con su mascota y su bastón, serio, como siempre, y mirando al frente, como siempre, y eso me ha alegrado el día, ha sido como reencontrarme súbita y gozosamente con un pedazo perdido de mí mismo. Tanto me he alegrado de verlo (con una alegría íntima de persona bien educada, una alegría que de ningún modo me he permitido exteriorizar y menos aún en plena calle) que he sacado el teléfono móvil y venciendo los restos de timidez que todavía me quedan, le he hecho disimuladamente una fotografía que publicaré aquí tan pronto como averigüe el modo de sacarla del dichoso teléfono. Debo decir, sin embargo, que hay un lunar negro en la reaparición del hombre de la mascota. El hombre ha vuelto, sí, estaba en el mismo sitio de siempre, con su vestimenta y complementos (sombrero y bastón) y actitud de siempre, pero ¡sentado! Que el hombre de la mascota estuviera sentado y no de pie, como ha sido su costumbre y ha sido visto durante tantos años, me ha hecho sentir de alguna manera el paso del tiempo, el sombrío y doloroso paso del tiempo, si se me permite decirlo así. Uno quiere que todo permanezca, que nada fluya, pero las cosas y los hombres fluyen sin remedio. Uno mismo no para de fluir, como he podido comprobar una y otra vez.
El hombre de la mascota es para mí como esa ventana iluminada de la calle Don Pedro Niño que tanto me conforta ver cuando regreso a casa después de una de mis cada vez más raras correrías nocturnas. Una ventana del segundo piso de la casa que, cuando yo era chico, se conocía entre los vecinos del barrio como la casa del marqués del Contadero, junto a la no menos famosa casa del cactus, detrás de cuyos cristales hay una cortina que tamiza la luz que proviene de una lámpara de sobremesa siempre encendida a esas horas y le da esa agradable consistencia cremosa que, en definitiva, es lo que a mí me conforta tanto. El hombre de mascota y la ventana iluminada son, sigamos con las comparaciones, como aquel dibujo hecho a tiza que durante años pudo verse en la fachada de la iglesia de San Hermenegildo, el niño de las orejas, le decíamos mi abuela y yo cuando ella me llevaba de la mano a San Cayetano. Cosas que están ahí para nosotros, que sabemos verlas, y un buen día (un mal día) dejan de estar.

domingo, 7 de marzo de 2010

DECEPCIÓN

En la mesa del fondo, en vez del tablero, las piezas, el reloj de ajedrez y un par de tipos jugando y bebiendo cerveza, hay un mustio matrimonio de ancianitos tomándose qué sé yo, una clara y una tapa de boquerones en vinagre. Qué decepción. Yo, que me había prometido una noche de blitz loca en el Dueñas, una noche de viernes como las que a mí me gustan, ajedrez y cervezas y un cigarrillo detrás de otro en compañía de gente amiga, para premiarme por ser tan buen chico y tan buen padre de familia. Nada. Mala suerte. Y encima no para de llover. Y yo frente a la puerta del bar, con este paraguas ridículo que apenas me cubre la cabeza, mojándome los zapatos y sin decidirme a entrar. Mis esperanzas de intoxicarme hasta la náusea con ajedrez, tabaco y alcohol se deshacen en el agua de los charcos. Se deshacen, ya son nada. Qué hacer entonces, qué hacer, ya que estoy aquí, excepto entrar a desgana en el bar y pedirle a Manuel una cerveza que me bebo a sorbitos acodado en la barra mientras miro alternativamente la mesa a la que se sientan los ancianos usurpadores y la espalda de la muchacha rubia o teñida de rubio que se sienta a mi izquierda en un taburete; miro el anillo plateado que la muchacha lleva en el pulgar y la bandera británica que lleva cosida a la chaqueta vaquera, y como quien no quiere la cosa pego la oreja y me entero de que el muchacho que acompaña a la muchacha rubia (cuya cara no alcanzo a ver del todo, solo un ojo y la nariz respingona a juego con el color de su pelo) toca la guitarra en un grupo de rock, pues mira tú qué bien. Manuel me dice que lo mismo le pasó a Paco C. el otro día, vino con ganas de jugar y no apareció nadie, se puso a leer el periódico, aburrido, esperó una media hora y acabó por largarse. Y yo también me mandaré a mudar tan pronto como me acabe la cerveza, me digo. Manuel me da conversación, le agradezco su buena voluntad. Me pide un lucky, está intentando dejar de fumar y no ha tenido otra ocurrencia mejor que pasarse a los cigarrillos mentolados, un asco, como cualquier fumador sabe, así que de vez en cuando necesita fumarse un cigarrillo de verdad para quitarse el mal sabor de boca. Le doy el lucky, lo enciende y le da una buena calada y después lo deja en el cenicero, donde va consumiéndose mientras Manuel atiende a los clientes y yo le doy sorbitos a la cerveza y me pongo a mirar la foto de la Macarena que hay encima de la puerta de la cocina. ¿Vendrá Marco? No creo, dice Manuel. Aunque quién sabe. No, la noche no está para nada, no vendrá nadie con esta lluvia, esta lluvia incesante y perra que acabará por deprimirnos a todos. La muchacha rubia y su novio rockero se marchan. Una vieja grita desde una de las mesas: a ver esas albóndigas, y uno de los muchachos que están en la esquina de la barra, junto al teléfono, imita bajito el graznido de la vieja y los demás se parten de risa.
Sin apurar la cerveza pido la cuenta, pago, me despido de Manuel y salgo a la calle con mi paragüitas.

domingo, 28 de febrero de 2010

DESDE LA AZOTEA



  "...rodeados por un paisaje de casas viejas y medio ruinosas..."

(Fotografía tomada desde la azotea de la casa de la calle Atienza, a principios de los ochenta, con la vieja werlisa de mi padre.)

domingo, 21 de febrero de 2010

UNA HISTORIA DEL TRAGA

No hace mucho nos juntamos unos pocos alrededor de un velador de El Sardinero, y yendo de una cosa a la otra, acabamos hablando de la taberna El Traga. Alguien, nostálgico, recordó los versos:

Entre Córdoba y Semana Santa
una palmera corría,
y hasta el reló de la audiencia
se hartaba de sandía.
Mujer, no tienes conciencia
 
que recitara con cómica seriedad el tío Eduardo una noche en la que sin venir a cuento pidió permiso para sentarse a nuestra mesa y nos tuvo en vilo un rato inolvidable con sus viejas historias de la taberna. Como aquella en la que, para comprobar si fulano era o no era mariquita, el tío Eduardo y su hermano Vicente cogieron una tiza y dibujaron en el suelo, frente a la taberna, un tejo o rayuela a modo de surrealista trampa para cazar manfloritas. Si es mariquita ya verás como se mete a jugar, nos decía el tío Eduardo que le decía su hermano Vicente con irrefutable lógica. Y justo cuando pasaba el presunto, los dos hermanos, que ya tenían una edad, se pusieron a saltar a la pata coja y a darle pataditas a una piedra que tenían preparada al efecto, empujándola del uno a dos, del ocho al cielo. Tú no lo mires, decía Vicente. No lo mires y sigue jugando. Y el ya casi seguro mariquita, parado en una esquina, mirando con mal disimulada envidia a los dos hermanos, se mordía las uñas al tiempo que se decía: me meto o no me meto, me meto o no me meto... ¡Y vaya si se metió!
Así, y no de otro modo, se pudo probar lo que desde tiempo atrás se sospechaba.

(De Días de vino y hachís)

PEQUEÑAS MALDADES

De un antiguo compañero del colegio al que llamábamos el Vegetal porque se parecía más a una planta que a un ser humano (no hablaba, apenas se movía, su cara parecía incapaz de expresar sentimientos), puede decirse, parafraseando aquello que se decía del cardenal Ratziger cuando lo hicieron Papa: tuvimos que hacerlo notario para verlo sonreír.

sábado, 20 de febrero de 2010

AUTOBIOGRAFÍA ABREVIADA. INFANCIA (IV)

1978: Gano el concurso Pinta tu Caravana. En el salón de actos del colegio levanto triunfante la copa, la gente aplaude, una mujer que está sentada en la primera fila sonríe y dice: qué gracioso, mujé; todo me parece maravilloso y al mismo tiempo muy natural, como si nadie excepto yo mereciera ese premio. Con las 5.000 pesetas del premio pienso comprarme un reloj digital con los números en colorado, pero mis padres me obligan a invertir aquella pequeña fortuna en acciones del banco de Santander, gracias a lo cual hoy puedo vivir de las rentas. El profesor está encantado conmigo. Un día, después de hacerme leer en voz alta un relato que he escrito, cómo no, en el lavadero de la casa de mis abuelos, un relato que aún conservo y que, leído con los ojos de un adulto, sólo provoca en mí una sonrisita de conmiseración, proclama con toda solemnidad que es lo mejor que se ha escrito en clase. Mi abuelo me regala un cuaderno para que escriba en él mis cosas. Poemas, relatos, ocurrencias. Ingenuidad y pedantería infantil. Escribo, saco las mejores notas. Pienso que la vida puede ser fácil y estupenda. Los sábados me despierta el incesante chom, chom, chom de la máquina de machacar aceitunas. Después de desayunarme con el café migado que me da mi abuela, bajo al almacén y allí me dedico a lanzar cuchillos contra una vieja puerta, a hablar con las mujeres mientras ellas deshuesan aceitunas, a hacer rabiar a los perros; inspirado por una película que he visto en televisión, me subo al soberado del almacen y pinto en el techo mi propia versión de los frescos de la capilla sixtina, lo que me vale una suave reprimenda de mi abuelo. En la cama leo los relatos de Poe (colección RTV), que me parecen excelentes a excepción de Silencio (hoy es uno de mis favoritos). Es el último día de clase; los alumnos aguardamos expectantes el nombre del alumno que será agraciado con matrícula de honor para el próximo curso. Después de nombrar a X, el profesor se me acerca y me dice: había pensado en ti, realmente lo mereces tanto como X, pero tú lo haces todo con tanta facilidad... la verdad es que no haces el menor esfuerzo. Acepto con deportividad el veredicto. Sí, el profesor tiene razón, todo me resulta demasiado fácil. Hay que premiar el esfuerzo, no los estados de gracia. Años después me enteré de que una matrícula de honor les hubiera ahorrado a mis padres una buena cantidad de dinero, pero ya era tarde para pensar en matrículas de honor, sencillamente, ya no tenía fe en mí.
En el largo verano, mientras todos duermen la siesta, leo sentado en la escalera El pais de las sombras largas, que me hace temblar de frío aun en medio del calor sofocante. Tengo una caja de madera en la que guardo mis tesoros: novelitas del oeste, un manual que enseña a hacer trucos de magia, una armónica, un diccionario de francés Lilliput que me ha regalado un belga que trabaja para mi abuelo, una cuerda con una moneda de veinticinco céntimos atada a un extremo que prácticamente sirve para cualquier cosa... Mi hermano y yo jugamos a caminar descalzos por el ardiente suelo de la azotea. Luego nos bañamos en un bocoy que mi abuelo ha serrado por la mitad y al que hemos dado en llamar irónicamente "la piscina". Nos bañamos allí, en la azotea, rodeados por un paisaje de casas viejas y medio ruinosas cuyas ventanas son misteriosos agujeros excavados en el muro que invitan a imaginar cómo será la vida de sus nunca vistos moradores.
Empiezo quinto de EGB. Don Joaquín Leflet, el profesor, me desagrada desde el primer momento. Se las da de gracioso y obliga a los niños a reírle las gracias. Cuando yo diga "miarmaaa", vosotros decís "chiquetitooo", nos explica ya el primer día de clase. Cada vez que un alumno hace una pregunta o da una respuesta que el profesor considera estúpida, don Joaquín dice meneando la cabeza: miarmaaa, y los niños, previamente aleccionados, inmediatamente cantan a coro: chiquetitooo. Ni que decir tiene que, mientras toda la clase se regodea y canta el infamante chiquetito, yo me quedo callado y serio. No lo hago por compasión del humillado, sino por desprecio al profesor. Los métodos pedagógicos de don Joaquín Leflet no excluyen la humillación pública del alumno con comentarios hirientes ni los salvajes bofetones ante la menor falta de disciplina. Un día, don Joaquín Leflet llama a Z, cuyo delito ha sido cuchichearle alguna cosa a su compañero de banca, al fondo de la clase. Z se levanta de la silla y comienza a caminar lentamente y muerto de miedo por entre las filas de pupitres. En mitad de un silencio de muerte, se oye la voz de don Joaquín Leflet: quítate las gafas. Z se quita las gafas temblando, reprimiendo las lágrimas. Todos sabemos lo que va a pasar, no es la primera vez que asistimos a un espectáculo parecido. El paseo de Z hasta el cadalso se nos hace interminable. Don Joaquín Leflet espera de pie delante de la pizarra. Cuando Z se le pone a tiro, le suelta un tremendo bofetón que resuena en toda el aula. Ahora vuelve a tu sitio, concluye. Estas torturas diabólicamente escenificadas y ejecutadas por el profesor me llenan de angustia, pero sé, positivamente sé que don Joaquín Leflet no se atreverá jamás a ponerme una mano encima. En vez de bofetones, me lanza comentarios maliciosos, de una maldad que todavía me asombra. Me hablaron muy bien de ti, me dice un día sin venir a cuento, delante de todos mis compañeros, pero no creo que sea para tanto.

domingo, 14 de febrero de 2010

HICE CUANTO PUDE

Que esto, es decir, la vida, cada vez se parece menos a lo que uno había imaginado o hubiera podido imaginar de habérselo propuesto, es un hecho indisimulable. Que la cosa no tiene remedio y que cada día que pasa irá a peor también son hechos probados por la hamarga hexperiencia. De nada sirven los engaños, las máscaras y las mascaradas. ¡Te conozco, mascarita! Así que lo mejor será claudicar de una buena vez (sin aspavientos), entregar la cuchara (con la elegancia que la ocasión requiere) y el que venga detrás que arree. O como dijo mi maestro, el inolvidable Vasili Nikolaievich Panov (¡qué pésimo pupilo tuviste, Vasili!) en ABC de las aperturas: "Hice cuanto pude; quien pueda más que lo haga". Sabias palabras que no deberíamos dejar de recordar al menos una vez al día. Y entre tanto, a seguir dando cornadas.



jueves, 11 de febrero de 2010

EL HOMBRE DE LA MASCOTA

Desde hace más de veinte años el hombre de la mascota se planta cada mañana en una esquina de la plaza del Duque (ahora) o de la Campana (antes) y ahí se pasa las horas sin apenas variar de postura, siempre de pie, firme, callado y con la vista al frente. No habla con nadie, no mira a nadie, no se quita la mascota de fieltro aunque haga cuarenta grados a la sombra. El hombre de la mascota simplemente está ahí, en su puesto, fiel a la obligación que se ha echado y a su indumentaria (además de la mascota lleva siempre un bastón) y sin ningún propósito en apariencia.
Me resulta curioso que el hombre de la mascota no sea, no haya llegado a ser después de tantos años lo que comúnmente se conoce como un personaje popular. La mayoría de las personas con las que he hablado del hombre de la mascota, como yo lo llamo, ni siquiera ha reparado en su existencia. Es curioso. Un hombre así no debería de pasar desapercibido.

miércoles, 27 de enero de 2010

LE BASTA SU AFÁN

En el despacho hago inventario de las pequeñas amarguras y de los minúsculos éxitos de los últimos días. La desconfianza del cliente atrae la mala suerte (pienso ahora en la agria conversación telefónica que tuve ayer con X), y es muy posible que, por culpa de su propia desconfianza, el cliente pierda el pleito. Otras veces, el optimismo no siempre fundado del cliente lo conduce como una exhalación a la victoria, aun a pesar del escepticismo (generalmente bien fundado) del abogado. El éxito o el fracaso vienen casi siempre precedidos de un determinado estado de ánimo que propicia lo uno o lo otro.
Y los éxitos: asuntos nuevos que despiertan mi interés; sobres que contienen razonables cantidades dinero (los billetes, tersos y fragantes, parecen recién salidos de la imprenta). Pero todo esto, pequeñas amarguras, modestos éxitos, se da en medio de un estado de indefinición que me impide realizar predicciones a medio plazo; estado de indefinición, como yo lo llamo, que parece destinado a perpetuarse y al que para mi tranquilidad ya me he acostumbrado, hasta el punto de que he hecho mío el hermoso lema del Nuevo Testamento: a cada día le basta su afán.

sábado, 23 de enero de 2010

PORTE-BOUTEILLES

Mi primera idea fue escribir la siguiente nota: "A los amantes del ready-made les interesará saber que en la bodega Díaz Salazar, de Sevilla, hay una copia más o menos cabal (el original está pintado de blanco, la copia de negro) del famoso Botellero de Marcel Duchamp." A continuación vendrían una fotografía del Porte-bouteilles y otra de la bodega Díaz Salazar con el botellero al fondo, en el soberado (el botellero apenas se distingue, pero está), y asunto concluido.
Pero he aquí que, trasteando en la red, averiguo que el botellero original, de 1914, se perdió en una mudanza (al parecer la hermana de Duchamp lo tiró a la basura) y nadie sabe qué fue de él. De manera que nada nos impide pensar que... Bueno, bueno...
Pero la posibilidad está ahí, ¿o no? Y a mí me basta, en tanto que alguien no la refute con documentos y argumentos contundentes (estoy seguro de que nadie se tomará tantas molestias) con esa bella posibilidad.

domingo, 17 de enero de 2010

UN ENCUENTRO

Nos saludamos de acera a acera (hacía frío, serían las diez de la mañana, para él demasiado temprano y para mí un poco tarde); fue él quien cruzó la calle para estrecharme la mano, y mientras nos apretábamos las manos (la mía helada, la suya áspera y tibia) y nos decíamos las palabras que suelen decirse en estos casos, cuando dos conocidos se reencuentran después de muchos meses, años tal vez, de no tener noticias el uno del otro, me fijé, nadie habría dejado de hacerlo, en la esclerótica de color amarillo y en las patillas recortadas en forma de hacha, esclerótica amarilla que me hizo pensar en una posible hepatitis y patillas (magníficas patillas) que me hicieron sentir, lo reconozco, un poquito de envidia, pues siempre he querido tener unas patillas como las de Elvis. Le pregunté adónde iba y él me dijo que al juzgado (no me sorprendí, la verdad), tenía que presentarse allí cada quince días mientras durara el proceso, amenazas a un agente de la autoridad, según deduje de sus prolijas y no pedidas explicaciones. "Alguien dijo que yo llevaba un cuchillo, pero ¿dónde está el cuchillo? Allí no había ningún cuchillo, nadie pudo ver un cuchillo." Yo le dije que no se preocupara, que sin antecedentes (recalqué las palabras sin antecedentes) no iría a la cárcel por aquello. A mí la cárcel no me preocupa, dijo alegremente, como si no quisiera otra cosa en la vida que verse encerrado. El abogado de oficio, al parecer, también opinaba que no iría a la cárcel. Si tuviera dinero, habría ido a hablar contigo, dijo como excusándose, pero ahora estoy parado. Y sin solución de continuidad, añadió: voy a ser papá. Le di la enhorabuena, ¿qué otra cosa podía hacer? Luego me dijo el nombre del abogado (no lo conozco) y que el bebé nacería en agosto. Me ofrecí a ayudarlo en lo que estuviera en mi mano, una manera de decir que no podía hacer nada o que no estaba dispuesto a hacer nada por él, y él me dio las gracias. Sentí que la conversación estaba a punto de acabarse, así que le pregunté por su hermano, mi amigo A; por guardar las formas o porque realmente me interesaba saber qué era de mi amigo A, no podía dejar de preguntarle por su hermano. Mal, dijo él entonces, y su tono de voz, antes alegre y despreocupado, realmente alegre y despreocupado a pesar de los problemas (proceso judicial, pobreza, paternidad inminente, posible enfermedad hepática, aunque tenía en general un aspecto de lo más saludable), se volvió lastimero; y no era del todo una comedia aquel cambio de tono, no, no era una comedia, pero tampoco vi verdadera pesadumbre. Mal, mal. Apenas sale de casa, no tiene trabajo, tampoco lo busca. Mal. Vaya, dije yo sin saber qué decir. Me di cuenta de que ninguno de los dos quería hablar de aquello. No sigas por ahí, me dije. Sonríe, mira el reloj y excúsate, vuelve a estrecharle la mano, deja que pueda recuperar su buen humor y que se marche. Durante un segundo se me pasó por la cabeza la idea de ir a ver a mi amigo, de telefonearlo al menos. Si es que seguía teniendo teléfono. A su hermano no iba a preguntárselo, pensé que eso de alguna manera me comprometería. Así que no dije nada más que hasta luego, y cada cual se fue a lo suyo.

miércoles, 13 de enero de 2010

sábado, 9 de enero de 2010

DESCUBRIMIENTO (FRAGMENTADO) DE ONETTI

[...] luego vinieron los sobrinos y en una sola tarde arramplaron con todo lo que pudiera tener algún valor. [...] unos días y entramos furtivamente en el piso a ver qué pillábamos, aunque poca cosa [...] tenía una copia de la llave que [...] de polvo, el olor a vieja y a tumba profanada, pero, por favor, no hagamos literatura. [...] Caminábamos de puntillas para no [...] En un taquillón medio lisiado encontramos decenas de fotografías de Gary Cooper (no exagero, decenas) y las casetes de El Puma que la difunta solía poner a todo volumen para soñarse en brazos del galán venezolano y de paso torturar un poquito a sus vecinos; también algunos ejemplares de la colección RTV, y entre ellos El astillero de Juan Carlos Onetti, escritor del que entonces sólo conocía el nombre y gracias. A la luz de la linterna leí el primer párrafo:

"Hace cinco años, cuando el Gobernador decidió expulsar a Larsen (o Juntacadáveres) de la provincia, alquien profetizó, en broma e improvisando, su retorno, la prolongación del reinado de cien días, página discutida y apasionante -aunque ya casi olvidada- de nuestra historia ciudadana. Pocos lo oyeron y es seguro que el mismo Larsen, enfermo entonces por la derrota, escoltado por la policía, olvidó en seguida la frase, renunció a toda esperanza que se vinculara con su regreso a nosotros."

-Esto es bueno -dije, y [...] Ya en casa, con mi parte del botín, continué leyendo:

"De todos modos, cinco años después de la clausura de aquella anécdota, Larsen bajó una mañana en la parada de los omnibuses que llegan de Colón, puso un momento la valija en el suelo para estirar hacia los nudillos los puños de seda de la camisa, y empezó a entrar en Santa María, poco después de terminar la lluvia, lento y balanceándose, tal vez más gordo, más bajo, confundible y domado en apariencia.
Tomó el aperitivo en el mostrador del Berna, persiguiendo calmoso los ojos del patrón hasta obtener un silencioso reconocimiento. Almorzó allí, solitario y rodeado por las camisas a cuadros de los camioneros. (Ahora éstos disputaban al ferrocarril las cargas hasta El Rosario y los pueblos litorales del norte; parecían haber sido paridos así, robustos, veinteañeros, gritones y sin pasado, junto con el camino de macadam inaugurado unos meses atrás.) Se cambió después a una mesa próxima a la puerta y a la ventana para tomar el café con gotas."

-Muy bueno -y seguí, cómo no seguir leyendo:

"Son muchos los que aseguran haberlo visto en aquel mediodía de fines de otoño. Algunos insisten en su actitud de resucitado, en los modos con que, exageradamente, casi en caricatura, intentó reproducir la pereza, la ironía, el atenuado desdén de las posturas y las expresiones de cinco años antes; recuerdan su afán por ser descubierto e identificado, el par de dedos ansioso, listo para subir hasta el ala del sombrero frente a cualquier síntoma de saludo, a cualquier ojo que insinuara la sorpresa del reencuentro. Otros, al revés, siguen viéndolo apático y procaz, acodado en la mesa, el cigarrillo en la boca, paralelo a la humedad de la avenida Artigas, mirando las caras que entraban, sin otro propósito que la contabilidad sentimental de lealtades y desvíos; registrando unas y otros con la misma fácil, breve sonrisa, con las contracciones involuntarias de la boca."

Traté de reconstruir el hilo, la sucesión de hechos que me había conducido a aquella maravilla: el deseo de la anciana, cuando todavía no era anciana, de ampliar su cultura o al menos adornar su biblioteca, la muerte de la anciana treinta años después, el desdén de los sobrinos por todo lo que no fuera convertible en dinero, la posesión de una copia de la llave del piso, mi osadía juvenil, aunque ya no era tan joven, pasaba de los treinta [...]

"Pagó el almuerzo, con la exagerada propina de siempre, reconquistó su pieza en la pensión de encima del Berna y después de la siesta, más verdadero, menos notable por haberse aliviado de la valija, se puso a recorrer Santa María, pesado, taconeando sin oírse, paseando ante la gente y puertas y vidrieras de comercios su aire de forastero incurioso. Caminó sobre los cuatro costados y las dos diagonales de la plaza como si estuviera resolviendo el problema de ir desde A hasta B, empleando todos los senderos y sin pisar sus pasos anteriores; fue y volvió frente a la verja negra, recién pintada, de la iglesia; entró en la botica que seguía siendo de Barthé —más lento que nunca, más característico, más alerta— para pesarse, comprar jabón y dentífrico, contemplar como a la imprevista foto de un amigo el cartel que anunciaba: «El farmacéutico estará ausente hasta las 17»".

Y había que leerlo precisamente en ese ejemplar de El astillero, en aquellas páginas decrépitas, no por el paso del tiempo, parecían haber sido paridos así aquellos libros de la colección RTV, viejos, amarillentos, manchados de moho y con olor a humedad, ya desde la imprenta.

"Insinuó después una excursión a los alrededores, fue bajando, aumentando el balanceo del cuerpo, tres o cuatro de las cuadras que llevan a la convergencia del camino de la costa con el que va a la Colonia, por la descuidada calle en cuyo final está la casita con balcones celestes, alquilada ahora por Morentz, el dentista. Lo vieron más tarde cerca del molino de Redondo, con los zapatos hundidos en el pasto mojado, fumando contra un árbol; golpeó las manos en la granja de Mantero, compró un vaso de leche y pan, no contestó directamente a las preguntas de los que trataron de ubicarlo («estaba triste, envejecido y con ganas de pelear; mostraba el dinero como si tuviéramos miedo de que se fuera sin pagarnos»). Llegó, probablemente, a perderse durante unas horas en la Colonia, y reapareció, a las siete y media de la tarde, en el mostrador del bar del Plaza, que no había visitado nunca cuando vivió en Santa María. Estuvo repitiendo allí, hasta la noche, las farsas de agresión y curiosidad que atribuyeron a su estada del mediodía en el Berna. Disputó benévolo con el barman —con una tácita, mantenida alusión al tema que llevaba cinco años de enterrado— acerca de fórmulas de cócteles, del tamaño de los pedazos de hielo, del largo de las cucharas de revolver. Tal vez haya esperado a Marcos y sus amigos; miró al doctor Díaz Grey y no quiso saludarlo. Pagó esta otra cuenta, empujó sobre el mostrador la propina y fue bajándose con seguridad y torpeza del taburete, fue caminando por la tira de linóleo, balanceándose con el premeditado compás, corto y ancho, seguro de que la verdad, aunque marchita, iba naciendo de los golpes de sus zapatos y se transfería al aire, a los demás, con insolencia, con sencillez.
Salió del hotel y es seguro que cruzó la plaza para dormir en la habitación del Berna. Pero ningún habitante de la ciudad recuerda haberlo visto nuevamente antes de que se cumplieran quince días de su regreso. Entonces, era un domingo, todos lo vimos en la vereda de la iglesia, cuando terminaba la misa de once, artero, viejo y empolvado, con un diminuto ramo de violetas que apoyaba contra el corazón. Vimos a la hija de Jeremías Petrus —única, idiota, soltera— pasar frente a Larsen, arrastrando al padre feroz y giboso, casi sonreír a las violetas, parpadear con terror y deslumbramiento, inclinar hacia el suelo, un paso después, la boca en trompa, los inquietos ojos que parecían bizcos."

(Y burla burlando, he colado aquí el primer capítulo de la novela. Después de leerlo pueden suceder varias cosas: a) usted ya conocía, en cuyo caso, relectura; b) usted no conocía y es usted inteligente y sensible y jamás perdería el tiempo leyendo un libro de, pongamos por caso, Carlos Zafón, en cuyo caso busca y lee de un tirón, con asombro y gratitud crecientes, El astillero y todo cuanto escribió Onetti, y nunca me estará suficientemente agradecido por haberlo iniciado en los misterios de Santa María; c) usted no conocía, y aunque es inteligente y sensible no ha sentido esta vez el impacto de la superior maestría de Onetti, en cuyo caso dese tiempo, dese una oportunidad más adelante, créame y vuelva a intentarlo, la literatura -y usted ama la literatura, no le quepa duda- le deparará pocos placeres como el placer de leer a Onetti. Eso sí, no me pida prestado mi ejemplar de El astillero de la colección RTV, porque ni pienso.)